/ jueves 2 de febrero de 2023

Asunto de percepción II

Unas semanas después de comer en casa de Carlos, estuve caminando por una colonia popular de la ciudad de Cuernavaca, una de las más pobladas, de ingresos bajos y muchas carencias. Caminando, volteé al horizonte y vi la casa de don Carlos en lo alto de una colina. En ese momento caí en cuenta: esta era el área perdida de la que él hablaba.

Habíamos quedado con Jacinta, vecina de esta colonia, en caminar toda la colonia para conocerla bien. Acabando, me invitó a sentarme debajo del árbol de su casa y me ofreció un vaso de agua; mientras nos limpiábamos el sudor de haber estado caminando en el sol toda la mañana, Jaci me platicó que después de muchos años de rentar, se había topado con este terrenito con el árbol en medio. Un terreno pequeño en un espacio en pendiente, al que llegas por un camino de terracería y no tiene servicios públicos de ningún tipo a la vista. Ella contaba como se había enamorado del árbol y se encomendó a Dios pidiéndole que, si estaba en sus manos, le permitiera construir su casita a la sombra de ese árbol, para pasar ahí el resto de sus días. El dueño del terreno pedía cincuenta mil pesos, que ella no tenía y un depósito inicial de diez mil pesos, que tampoco tenía.

Aquí hay que recalcar que quien se decía dueño del terreno en realidad no tenía tal derecho, pues el terreno estaba en el área natural protegida. Sin embargo, como ha pasado en muchos espacios periféricos de las ciudades de este país, alguien se los apropió ilegalmente y vendió a gente de bajos recursos que, de buena fe, los compró y construyó su hogar. Donde no hay calles, drenaje, luz, agua o seguridad. Donde los Ayuntamientos no quieren reconocer jurisdicción, a no sea que para sacar votos en temporada electoral. Pero que son los únicos espacios disponibles para construir tu casita y venir a tirar la chancla, a las afueras de los polos de desarrollo donde están los trabajos.

Jacinta no tenía el dinero para dar el enganche, mucho menos para pagar de jalón el terreno, así que lo vio escurrirse de sus manos. El terreno se vendió a una persona que, por suerte para mi amiga, lo devolvió quién sabe porque razón unos meses después. Animada por sus familiares, Jaci volvió a preguntar. El supuesto dueño le dijo que ahora costaba sesenta mil pesos y pedía quince mil de enganche, pero por ser ella, se lo seguía dejando en diez mil. “No me alcanza” dijo Jacinta. “Bueno pues ¿cuánto tienes?” preguntó el supuesto dueño “Dos mil” dijo Jacinta. “Va, dámelos y múdate. Lo demás me lo vas pagando.”

Dios le cumplió a Jacinta. Desde ese día en adelante, ha ido construyendo poco a poco, con esfuerzo y con mucho ingenio la casa de sus sueños. En algún momento, tuvo que sacar la cocina al patio junto al árbol, porque una de sus hijas necesitaba donde vivir y Jacinta le hizo un cuarto para ella y su nieto. Ahora, está pensando en aprovechar una de las ofertas de una Fundación famosa, para que le construyan una pequeña cisterna. Pero falte lo que falte, todas las mañanas ella se sienta a tomar café debajo de su arbolito al que le habla y le cuenta sus secretos.

Carlos y Jacinta tienen dos percepciones diametralmente opuestas del mismo espacio. Para Carlos, empresario adinerado, esta gente se está acabando el área natural protegida y las autoridades no hacen nada. Para Jacinta, trabajadora ocasional del hogar y el campo, ella y sus vecinos están preocupados por su colonia a la que le faltan servicios públicos, y después de muchos años le da gracias a Dios que le presentó la oportunidad de tener un terrenito con un árbol tan hermoso y platicador.

Más allá del bien y el mal, estas historias representan dos realidades que convergen en un mismo espacio. Realidades que también representan los retos complejos de vivir en sociedad y buscar hacer comunidad. ¿Cuál es el punto de encuentro en las historias de Carlos y Jacinta?

Unas semanas después de comer en casa de Carlos, estuve caminando por una colonia popular de la ciudad de Cuernavaca, una de las más pobladas, de ingresos bajos y muchas carencias. Caminando, volteé al horizonte y vi la casa de don Carlos en lo alto de una colina. En ese momento caí en cuenta: esta era el área perdida de la que él hablaba.

Habíamos quedado con Jacinta, vecina de esta colonia, en caminar toda la colonia para conocerla bien. Acabando, me invitó a sentarme debajo del árbol de su casa y me ofreció un vaso de agua; mientras nos limpiábamos el sudor de haber estado caminando en el sol toda la mañana, Jaci me platicó que después de muchos años de rentar, se había topado con este terrenito con el árbol en medio. Un terreno pequeño en un espacio en pendiente, al que llegas por un camino de terracería y no tiene servicios públicos de ningún tipo a la vista. Ella contaba como se había enamorado del árbol y se encomendó a Dios pidiéndole que, si estaba en sus manos, le permitiera construir su casita a la sombra de ese árbol, para pasar ahí el resto de sus días. El dueño del terreno pedía cincuenta mil pesos, que ella no tenía y un depósito inicial de diez mil pesos, que tampoco tenía.

Aquí hay que recalcar que quien se decía dueño del terreno en realidad no tenía tal derecho, pues el terreno estaba en el área natural protegida. Sin embargo, como ha pasado en muchos espacios periféricos de las ciudades de este país, alguien se los apropió ilegalmente y vendió a gente de bajos recursos que, de buena fe, los compró y construyó su hogar. Donde no hay calles, drenaje, luz, agua o seguridad. Donde los Ayuntamientos no quieren reconocer jurisdicción, a no sea que para sacar votos en temporada electoral. Pero que son los únicos espacios disponibles para construir tu casita y venir a tirar la chancla, a las afueras de los polos de desarrollo donde están los trabajos.

Jacinta no tenía el dinero para dar el enganche, mucho menos para pagar de jalón el terreno, así que lo vio escurrirse de sus manos. El terreno se vendió a una persona que, por suerte para mi amiga, lo devolvió quién sabe porque razón unos meses después. Animada por sus familiares, Jaci volvió a preguntar. El supuesto dueño le dijo que ahora costaba sesenta mil pesos y pedía quince mil de enganche, pero por ser ella, se lo seguía dejando en diez mil. “No me alcanza” dijo Jacinta. “Bueno pues ¿cuánto tienes?” preguntó el supuesto dueño “Dos mil” dijo Jacinta. “Va, dámelos y múdate. Lo demás me lo vas pagando.”

Dios le cumplió a Jacinta. Desde ese día en adelante, ha ido construyendo poco a poco, con esfuerzo y con mucho ingenio la casa de sus sueños. En algún momento, tuvo que sacar la cocina al patio junto al árbol, porque una de sus hijas necesitaba donde vivir y Jacinta le hizo un cuarto para ella y su nieto. Ahora, está pensando en aprovechar una de las ofertas de una Fundación famosa, para que le construyan una pequeña cisterna. Pero falte lo que falte, todas las mañanas ella se sienta a tomar café debajo de su arbolito al que le habla y le cuenta sus secretos.

Carlos y Jacinta tienen dos percepciones diametralmente opuestas del mismo espacio. Para Carlos, empresario adinerado, esta gente se está acabando el área natural protegida y las autoridades no hacen nada. Para Jacinta, trabajadora ocasional del hogar y el campo, ella y sus vecinos están preocupados por su colonia a la que le faltan servicios públicos, y después de muchos años le da gracias a Dios que le presentó la oportunidad de tener un terrenito con un árbol tan hermoso y platicador.

Más allá del bien y el mal, estas historias representan dos realidades que convergen en un mismo espacio. Realidades que también representan los retos complejos de vivir en sociedad y buscar hacer comunidad. ¿Cuál es el punto de encuentro en las historias de Carlos y Jacinta?

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