La buena recepción que ha tenido la propuesta de reducir los salarios de la alta burocracia en los planos federal, estatal y municipal, deriva primero, el que la disparidad entre el ingreso familiar promedio en los hogares mexicanos y el salario mensual de la alta burocracia es amplísima. El salario promedio en México es de 10 mil 605, uno de los más bajos entre las naciones integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, con las jornadas laborales más largas del mismo grupo de naciones; mientras que un regidor en Morelos obtiene por una carga de trabajo que nadie acaba de entender si existe siquiera, logra entre 25 mil y 57 mil pesos; los diputados tienen un salario de 70 mil 812 pesos mensuales; los secretarios del gobierno estatal perciben 70 mil pesos, y el gobernador 100 mil (todos los datos están basados en los tabuladores salariales de las páginas de transparencia). El efecto de esa disparidad notoria entre los ciudadanos opera en dos vías: la menor es buscarse un trabajo en el gobierno, y la mayor deriva en una creciente molestia en torno a los ingresos de la alta burocracia.
La otra parte del apoyo a la propuesta de reducción de salarios de la élite gubernamental está en la notoria ineficiencia demostrada por los gobiernos municipales, estatal y federal, en el entendido de que si bien han mejorado en términos gerenciales (según ellos), los beneficios de tales acciones no son percibidos por la población. Cierto que hay personal con mejores calificaciones técnicas, que se ha avanzado en transparencia, que resultan muy positivas las evaluaciones bajo los parámetros impuestos por los propios gobiernos (hay oficinas que cumplen normas oficiales mexicanas y estándares internacionales). Pero es innegable que el efecto de la tecnificación gubernamental no se ha traducido en mejoras sustanciales para la población, de hecho, los ciudadanos atribuyen con razón el progreso que se ha registrado en las últimas décadas en el bienestar familiar promedio al desarrollo económico propiciado por su esfuerzo y a los beneficios de la competencia entre la iniciativa privada fuera de las grandes corporaciones.
El problema no es sólo uno de comunicación gubernamental, lo cierto es que bastantes problemas pasan los voceros gubernamentales para explicar los magros resultados, o para tratar de corregir las evidentes pifias de los gobernantes. Tendría que reconocerse que si no ha habido brotes violentos graves en el país es más por esfuerzos de comunicación institucional y propaganda que por los resultados asociados con la gestión gubernamental en sí misma.
Probablemente la baja en los salarios atemperaría un poco la molestia ciudadana, pero será imposible si no se entregan resultados directos a la ciudadanía. Si el gobierno sigue siendo percibido como un ente lejano y sin nada qué aportar a la sociedad, cualquier salario que se proponga para los funcionarios será demasiado.
La otra forma de dar suavidad al fastidio ciudadano pasa por una mejora de las percepciones en términos reales, para lo que el aumento de 93.52 por ciento a los salarios mínimos programado para los seis años de gobierno de López Obrador, parece un atractivo cierre de pinza siempre que el aumento sea paulatino y se evite una espiral inflacionaria como efecto del mismo; pero también si el monto del salario general promedio alcanza a ubicarse un poco por arriba de la línea de bienestar que podría ubicarse un poco arriba de los 116 pesos diarios por persona al final del próximo sexenio. El empate entre el salario mínimo y la línea de bienestar personal diario ocurriría, según la prospectiva, poco antes de la mitad del sexenio, casualmente a tiempo para las elecciones legislativas de medio término.
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