Max Weber no estaba muy convencido del camino que tomaría la política del siglo XX. Educado en los gloriosos años del Imperio Alemán tuvo que vivir la derrota de la primera guerra mundial y ver cómo la monarquía de los gigantes, con la destitución del Kaiser, daba paso a una república democrática.
De hecho, sus famosas conferencias, después recolectadas en El político y el científico, fueron impartidas entre los disturbios de la revolución de 1919.
Sus preocupaciones son temas siempre controvertidos de retomar en momentos en que la política se tambalea debido a su propio peso. La política como vocación puede entenderse como una radiografía de los malestares que padecen las democracias de hoy en día.
Weber sabía que la esfera pública no era un sitio para cualquiera, aun cuando ocasionalmente debemos preocuparnos por ella. Esto se debía, en gran medida, que muy pocas personas tienen los medios necesarios para dedicarse completamente a ella. Los griegos pensaban algo similar: sólo los individuos con patrimonio, aquellos que no tuvieran que inquietarse por las necesidades, eran aptos para la vida pública. No todos gozan de una libertad para entregar el tiempo y el esfuerzo a la política, y un individuo en estas circunstancias era proclive a pensar, y procurar, sus intereses en sólo ingresos.
El asunto se arregla, en parte, gracias al nacimiento y popularización de los partidos políticos ya que los individuos contaban con la oportunidad de dedicarse completamente a la política. Sin embargo, ocurría otra complicación: la misma estructuración de los partidos hacía que sus integrantes tuvieran como objetivo el acaparamiento de cargos importantes y centraran sus intereses en la acumulación de una fuerza electoral para asegurar tales puestos, haciendo parecer a la política un cuerpo empresarial que distribuye el poder.
Esa era la animadversión de Max Weber. La política, que era para unos pocos, se volvía un asunto en el que casi todos podían hacerse de un puesto y en dichas circunstancias, inevitablemente, se formaba la enorme distinción entre los políticos que viven de la política y los políticos que viven para ella. El primero encuentra en la esfera pública un lugar para adquirir prebendas y seguir estimulando sus propios fines materiales, mientras el segundo dedica íntimamente su vida al ejercicio de la política, procurando su equilibrio y estabilidad.
No es que la antigüedad o en las monarquías no existiera la corrupción o los demagogos, porque efectivamente los hubo, sino que dentro de una democracia es más fácil caer en dichos vicios en parte porque que el pueblo es proclive a dejarse convencer y apoyar tales cabecillas, valiéndose de los partidos políticos como catapulta y dígase de paso, estos últimos no tienen mucho reparo en utilizar esas prácticas a su favor.
Resulta alarmante saber que los individuos en la esfera pública tienen la capacidad de utilizar la violencia legítima, entre los cuales no todos comparten los mismos valores. A caso Weber no se equivocaba al diferenciar la ética de la convicción, la de los que sólo responden por las primeras acciones sin medir más allá de las consecuencias, de la ética de la responsabilidad, formada por la siempre presente previsión de cada decisión, y que sin ninguna de las dos es imposible la política.
Mientras tanto, entre los excesos que subyacen en los tiempos democráticos, la fórmula, tal vez un poco antigua pero siempre presente y necesaria, es saber distinguir a un político de vocación de un demagogo autoritario.