Cuando la dirigente del SNTE en Morelos, Gabriela Bañón Estrada, reconoce el enojo del magisterio en todo el país, lo ubica en la colección de afrentas, reales o sentidas, que los maestros sufrieron desde poco antes de la aprobación de la reforma educativa de Enrique Peña Nieto, y que fueron paliadas en alguna medida por la acción de la representación laboral de los maestros, sin que ello haya sido suficiente en un gremio (el de los trabajadores de la educación básica) bastante más orientado por los componentes afectivos que por los racionales.
Si el enojo de los maestros está justificado o no, no debiera ser cuestión de debate, en tanto la gente tiene derecho a sentir los agravios que considere de las acciones gubernamentales; el problema en todo caso sería que la consecuencia de ese sentimiento sobre el diseño de la política educativa en el país parece ser la eliminación de todo el pasado, aún de lo bueno, como es el caso de la autonomía y labor profesional con que el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación se supo conducir durante los años recientes; el establecimiento de un sistema de indicadores que nos permite a todos ubicar los problemas educativos por regiones, localidades, y en un estudio mucho más profundo, hasta centros de trabajo.
Los maestros están enojados y es su derecho sentirse así, pero tendrían que reconocer que muchos de ellos fueron cómplices en el fracaso del sistema educativo nacional durante las últimas décadas. No señalaremos la obviedad de lo que ha ocurrido con la educación y el magisterio en Michoacán, o antes en Guerrero y Oaxaca; pero tendremos que reconocer la existencia de un sistema educativo que pretende enseñar con personas que no conocen las materias que imparten (Moctezuma dixit), y que el Estado no es el único responsable de la preparación de los docentes (capacidad que se inserta más en la esfera individual que en lo colectivo). Probablemente los maestros incapaces de impartir asignaturas sean los menos en el sistema educativo nacional, pero el sólo hecho de que existan es suficiente para mostrar signos de alarma.
El problema en todo caso es que ese cúmulo de docentes, evidencia del fracaso del normalismo y de la educación superior en el país, han sido suficientes para calificar un gremio en el que puede ser que la mayor parte sean profesionales. Nunca lo sabremos a ciencia cierta porque el INEE fue inhabilitado presupuestalmente para realizar evaluaciones estándar a todos los maestros del país incluso desde el sexenio pasado. Las evaluaciones que se hicieron, que evidenciaron una proporción importante de maestros que no estaban lo suficientemente preparados para impartir clases (entre 20 y 30 por ciento), son insuficientes incluso para considerarlos una muestra representativa, dada la complejidad del sistema educativo nacional y sus enormes diferencias entre regiones y centros de trabajo.
Los maestros tienen derecho a estar enojados pero, parte por temor a ese enojo, y mucho más por la incapacidad del régimen para comprometerse con la educación seriamente, nunca sabremos si tenían razón en decir que eran muy pocos quienes no cumplían con los requisitos mínimos para estar frente a grupo, o si quienes les acusaron desde organizaciones no gubernamentales, agrupaciones de padres de familia, despachos gubernamentales, hicieron lo correcto al tomar los pésimos resultados de los alumnos mexicanos en las evaluaciones estandarizadas como una evidencia de la insuficiencia de la labor magisterial.
Entre la presión del magisterio y la desacertada política educativa que empieza a configurarse, parecemos condenados, de nuevo, a avanzar a ciegas en las escuelas públicas del país.