/ jueves 26 de enero de 2023

Desinformación, la posverdad y similitudes con el síndrome de Charles Bonnet

Correr riesgos extremos, en lugar de elevar a una nación, a veces la derriban; despiertan sus pasiones, sin conducirlas, y perturban su inteligencia, lejos de iluminarla.

Alexis de Tocqueville

Soy un convencido de que todo régimen verdaderamente democrático debe garantizar la libre expresión del pensamiento. Es condición indispensable para que los ciudadanos puedan expresar su descontento con la conducción de los asuntos públicos, exigir agendas populares e incluso criticar, por duro que sea, a tal o cual actor político.

En definitiva, en Democracia, el pueblo tiene plena libertad de expresión, con la única sujeción a los límites constitucionales.

Este precepto fundamental no significa, en palabras de Robert Dahl: “solo tener derecho a ser escuchado, sino también tener derecho a escuchar lo que otros tienen que decir”. El silencio del ciudadano sólo sirve a los dictadores, siendo desastroso para las democracias. Sin embargo, Dahl también advierte sobre la necesidad de una “comprensión ilustrada”, que implica independencia, objetividad, veracidad, y calidad en las fuentes de información.

Para que este propósito sea posible, me refiero a la libertad de expresión y derecho a la información, es necesario, por tanto, que, además de proceder de varias fuentes independientes, las noticias sean fiables, tarea cada vez más difícil en el mundo online.

La construcción política e institucional de la democracia fracasa, sin calidad y veracidad de la información, cualquiera que sea la emoción del momento, la presión y atención mediática.

El actual contexto de deficiencia en la formación cualitativa del debate propicia, en constante retroalimentación, la difusión de la argumentación superficial a temas profundos como, por ejemplo, el futuro de la Democracia Representativa en medio de bajísimos niveles de confiabilidad de los potenciales votantes.

El diagnóstico de la patología social que representa la desinformación y la manipulación de la verdad, llevo a que, en 2016, el Oxford Dictionary eligió como palabra del año, el término “posverdad”, adjetivo que significa: “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las opiniones emocionales y personales”.

El término es nuevo, pero la práctica no lo es. El hecho es que la opinión pública ha sido manipulada durante mucho tiempo en la historia, ya sea mediante el uso de los medios de comunicación, la educación o incluso la producción literaria y artística, incluso con la resistencia de algunos periodistas, docentes y artistas independientes.

La diferencia es que los medios virtuales de hoy son más potentes, aunque paradójicamente permiten una mayor posibilidad de verificar la información, lo que no todos están dispuestos a hacer.

Los grandes grupos mediáticos -con su periodismo profesional, como pregonan sus editores- merecen la debida reserva, porque el hecho de que certifiquen la veracidad de la información y establezcan un mínimo contradictorio cuando se imputa algo a alguien no lo “pone en una caja fuerte”, protegidos de los intereses económicos y políticos que defienden, como empresas que son, aunque se empeñen en negarlo.

Así es como el sistema político cayó en la trampa de la omnipotencia sugerida por los medios de comunicación, pero convertida en la regla de la competencia entre agentes políticos que se acusan mutuamente de no haber hecho lo suficiente.

La política moderna ha invertido los antiguos privilegios. Si antes los monarcas se escondían, hoy lo invisible es lo público, y ya no gobierna el que ve, sino el que es visto. En la Democracia Representativa, la voz, la palabra y el oído eran los principales recursos, pero ahora, en la Democracia en Red, existe un modelo videocrático de sociedad, que ha sustituido la voz por la visión, cuyo imperio empobrece el nivel del discurso político.

Pero no sólo en las redes sociales están los problemas de manipulación de la información. A pesar de defender el periodismo profesional como forma de combatir el fenómeno de las fake news, los grandes medios no están exentos, por el contrario, de la parcialidad con la que tratan los temas políticos.

No es un absurdo sostener, que la baja calidad de la cobertura periodística se debe, en buena medida, al margen significativo de libertad que otorga el sistema electoral a los medios escritos en general. Si bien el permiso de opiniones editoriales a favor o en contra de los candidatos rara vez se utiliza, lo que ocurre es la tergiversación de “cruzadas acusatorias”, según la línea ideológica del grupo de comunicación, los poderes fácticos y los intereses involucrados.

En todo caso, es responsabilidad de los ciudadanos, pasar por el filtro de la calidad y la prueba de veracidad, la información que recibimos, evitando contribuir y engrosar las filas de muchos actores políticos y sociales de nuestro estado, que hoy parecen ser víctimas del síndrome de Charles Bonnet.


Correr riesgos extremos, en lugar de elevar a una nación, a veces la derriban; despiertan sus pasiones, sin conducirlas, y perturban su inteligencia, lejos de iluminarla.

Alexis de Tocqueville

Soy un convencido de que todo régimen verdaderamente democrático debe garantizar la libre expresión del pensamiento. Es condición indispensable para que los ciudadanos puedan expresar su descontento con la conducción de los asuntos públicos, exigir agendas populares e incluso criticar, por duro que sea, a tal o cual actor político.

En definitiva, en Democracia, el pueblo tiene plena libertad de expresión, con la única sujeción a los límites constitucionales.

Este precepto fundamental no significa, en palabras de Robert Dahl: “solo tener derecho a ser escuchado, sino también tener derecho a escuchar lo que otros tienen que decir”. El silencio del ciudadano sólo sirve a los dictadores, siendo desastroso para las democracias. Sin embargo, Dahl también advierte sobre la necesidad de una “comprensión ilustrada”, que implica independencia, objetividad, veracidad, y calidad en las fuentes de información.

Para que este propósito sea posible, me refiero a la libertad de expresión y derecho a la información, es necesario, por tanto, que, además de proceder de varias fuentes independientes, las noticias sean fiables, tarea cada vez más difícil en el mundo online.

La construcción política e institucional de la democracia fracasa, sin calidad y veracidad de la información, cualquiera que sea la emoción del momento, la presión y atención mediática.

El actual contexto de deficiencia en la formación cualitativa del debate propicia, en constante retroalimentación, la difusión de la argumentación superficial a temas profundos como, por ejemplo, el futuro de la Democracia Representativa en medio de bajísimos niveles de confiabilidad de los potenciales votantes.

El diagnóstico de la patología social que representa la desinformación y la manipulación de la verdad, llevo a que, en 2016, el Oxford Dictionary eligió como palabra del año, el término “posverdad”, adjetivo que significa: “circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las opiniones emocionales y personales”.

El término es nuevo, pero la práctica no lo es. El hecho es que la opinión pública ha sido manipulada durante mucho tiempo en la historia, ya sea mediante el uso de los medios de comunicación, la educación o incluso la producción literaria y artística, incluso con la resistencia de algunos periodistas, docentes y artistas independientes.

La diferencia es que los medios virtuales de hoy son más potentes, aunque paradójicamente permiten una mayor posibilidad de verificar la información, lo que no todos están dispuestos a hacer.

Los grandes grupos mediáticos -con su periodismo profesional, como pregonan sus editores- merecen la debida reserva, porque el hecho de que certifiquen la veracidad de la información y establezcan un mínimo contradictorio cuando se imputa algo a alguien no lo “pone en una caja fuerte”, protegidos de los intereses económicos y políticos que defienden, como empresas que son, aunque se empeñen en negarlo.

Así es como el sistema político cayó en la trampa de la omnipotencia sugerida por los medios de comunicación, pero convertida en la regla de la competencia entre agentes políticos que se acusan mutuamente de no haber hecho lo suficiente.

La política moderna ha invertido los antiguos privilegios. Si antes los monarcas se escondían, hoy lo invisible es lo público, y ya no gobierna el que ve, sino el que es visto. En la Democracia Representativa, la voz, la palabra y el oído eran los principales recursos, pero ahora, en la Democracia en Red, existe un modelo videocrático de sociedad, que ha sustituido la voz por la visión, cuyo imperio empobrece el nivel del discurso político.

Pero no sólo en las redes sociales están los problemas de manipulación de la información. A pesar de defender el periodismo profesional como forma de combatir el fenómeno de las fake news, los grandes medios no están exentos, por el contrario, de la parcialidad con la que tratan los temas políticos.

No es un absurdo sostener, que la baja calidad de la cobertura periodística se debe, en buena medida, al margen significativo de libertad que otorga el sistema electoral a los medios escritos en general. Si bien el permiso de opiniones editoriales a favor o en contra de los candidatos rara vez se utiliza, lo que ocurre es la tergiversación de “cruzadas acusatorias”, según la línea ideológica del grupo de comunicación, los poderes fácticos y los intereses involucrados.

En todo caso, es responsabilidad de los ciudadanos, pasar por el filtro de la calidad y la prueba de veracidad, la información que recibimos, evitando contribuir y engrosar las filas de muchos actores políticos y sociales de nuestro estado, que hoy parecen ser víctimas del síndrome de Charles Bonnet.