/ martes 3 de marzo de 2020

Dulce – amargo II

Mirar hacia adentro

La columna pasada les hablaba sobre Don Eleuterio Hernández Porcayo, y sobre los diferentes temas polémicos que concurren en su trabajo, en el que además de genio, alta factura y expresividad, aporta su honestidad.

Aparte de producir piezas de su propia inspiración, hace algunas de acuerdo a diseños prehispánicos que le solicitan. Las que más elabora son del estilo Mezcala, cultura mesoamericana guerrerense cuyas piezas de lapidaria en colecciones particulares suelen tener un alto porcentaje de objetos “falsos” y proceder de lugares como el taller de Don Eleuterio, aunque las que él produce, jamás las hace pasar por antiguas ni las envejece. Esto tal vez lo realizan quienes se las encargan y las venden a coleccionistas incautos. Esto me lleva a otro punto polémico. Por supuesto que se entiende que el valor de una pieza prehispánica está en que, además de sus valores artísticos formales y patrimoniales, se le atribuye una cierta antigüedad y procedencia y que, en el caso específico de la lapidaria, en tiempos prehispánicos no se contaba con la maquinaria actual para su elaboración, lo que lo hacía más difícil de elaborar y apreciable, pero no deja de ser por lo menos curioso que obras procedentes de talleres contemporáneos pierdan casi todo su valor al despojarlas de su antigüedad y la cultura de su procedencia, porque patrimonio también son. Sería bueno explicitar y repensar cuáles son los valores o atributos con que medimos estética y económicamente las piezas producidas por artesanos y artistas populares.

Hace poco conversaba con el Dr. Álvaro Alcántara respecto a la columna pasada; entre otras cosas me decía que el reto es pensar cómo lograr que se aprecie el trabajo y arte de estas personas, opinión que comparto, pero en este caso en particular, se trata de un creador popular que ha recibido varios de los mayores honores a los que aspiran sus colegas. Es muy reconocido, no solo a nivel local sino nacional, y aun así, a veces no la ve. Imaginemos ahora lo que sucede con el sinnúmero de creadores populares talentosos que no han sido volteados a ver por los actores culturales del arte popular y ni siquiera cuentan con estos reconocimientos como respaldo.

Pienso que, para empezar, el asunto sería crear una cadena de valor más corta, acercando al productor al consumidor final, y un método de comunicación más eficaz sobre los muchos valores agregados que tienen las piezas de artesanía y arte popular, a la par de trabajar a nivel escolar con el tema de las artes populares: música, arte popular, gastronomía, etc., de forma que desde pequeños conociéramos lo que en nuestra localidad se celebra y produce, y así aprendiéramos a valorarlo y sentirnos orgullosos de ello. Ahora, si las instituciones no pueden hacer este trabajo, nosotros podemos hacerlo desde nuestras casas, aprendiendo primero y luego comunicándoselo a los más pequeños. Les apuesto a que funciona.

La columna pasada les hablaba sobre Don Eleuterio Hernández Porcayo, y sobre los diferentes temas polémicos que concurren en su trabajo, en el que además de genio, alta factura y expresividad, aporta su honestidad.

Aparte de producir piezas de su propia inspiración, hace algunas de acuerdo a diseños prehispánicos que le solicitan. Las que más elabora son del estilo Mezcala, cultura mesoamericana guerrerense cuyas piezas de lapidaria en colecciones particulares suelen tener un alto porcentaje de objetos “falsos” y proceder de lugares como el taller de Don Eleuterio, aunque las que él produce, jamás las hace pasar por antiguas ni las envejece. Esto tal vez lo realizan quienes se las encargan y las venden a coleccionistas incautos. Esto me lleva a otro punto polémico. Por supuesto que se entiende que el valor de una pieza prehispánica está en que, además de sus valores artísticos formales y patrimoniales, se le atribuye una cierta antigüedad y procedencia y que, en el caso específico de la lapidaria, en tiempos prehispánicos no se contaba con la maquinaria actual para su elaboración, lo que lo hacía más difícil de elaborar y apreciable, pero no deja de ser por lo menos curioso que obras procedentes de talleres contemporáneos pierdan casi todo su valor al despojarlas de su antigüedad y la cultura de su procedencia, porque patrimonio también son. Sería bueno explicitar y repensar cuáles son los valores o atributos con que medimos estética y económicamente las piezas producidas por artesanos y artistas populares.

Hace poco conversaba con el Dr. Álvaro Alcántara respecto a la columna pasada; entre otras cosas me decía que el reto es pensar cómo lograr que se aprecie el trabajo y arte de estas personas, opinión que comparto, pero en este caso en particular, se trata de un creador popular que ha recibido varios de los mayores honores a los que aspiran sus colegas. Es muy reconocido, no solo a nivel local sino nacional, y aun así, a veces no la ve. Imaginemos ahora lo que sucede con el sinnúmero de creadores populares talentosos que no han sido volteados a ver por los actores culturales del arte popular y ni siquiera cuentan con estos reconocimientos como respaldo.

Pienso que, para empezar, el asunto sería crear una cadena de valor más corta, acercando al productor al consumidor final, y un método de comunicación más eficaz sobre los muchos valores agregados que tienen las piezas de artesanía y arte popular, a la par de trabajar a nivel escolar con el tema de las artes populares: música, arte popular, gastronomía, etc., de forma que desde pequeños conociéramos lo que en nuestra localidad se celebra y produce, y así aprendiéramos a valorarlo y sentirnos orgullosos de ello. Ahora, si las instituciones no pueden hacer este trabajo, nosotros podemos hacerlo desde nuestras casas, aprendiendo primero y luego comunicándoselo a los más pequeños. Les apuesto a que funciona.

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