El llamado del Obispo de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, para que quienes lucraron con el dolor y la tragedia que significó para Morelos el sismo de hace un año, sientan el temor de Dios (del juicio divino) puede parecer muy inocente en términos de combate a la corrupción, pero señala lo que durante mucho tiempo se ha venido insistiendo sobre la deshonestidad en el servicio público y que es mucho más censurable cuando se trata de los esquemas de corrupción tejidos durante los desastres naturales. El obispo, que finalmente no tiene más poder que cualquiera otra persona (el báculo y la mitra no lo convierten en superhéroe, aunque no deja de ser interesante imaginar que funcionaran como el martillo de Thor), así que hace lo que puede hacer cualquier ciudadano, denunciar los abusos y esperar que se haga justicia, terrenal o celestial, pero que exista. Claro que la representación eclesial que ostenta el Obispo Ramón Castro Castro le confiere una especie de atención mayor a la que pudiera atraer un señor que, digamos, se llame Ramón Castro, pero que no sea prelado católico sino dueño de tiendita, por ejemplo; pero en términos de justicia, los tocayos Ramón no tienen mayores facultades para hacerla, impartirla, administrarla; en todo caso, es su obligación pedirla porque el anhelo de justicia es parte fundamental de la condición humana.
Y los mil comecuras jacobinos que hay en Morelos empezarán a decir que de todos modos no sirve de nada que el Obispo denuncie la corrupción, y empezarán a hablar de las mil cosas endemoniadas que han hecho a través del tiempo sujetos identificados con la Iglesia Católica, por lo que tendríamos que anticipar que en todo caso, no hablamos del sujeto, sino de la denuncia, el hecho de que existe una percepción profunda y fundada de que hubo funcionarios de gobierno que obtuvieron beneficios indebidos de la tragedia del sismo y de los posteriores procesos de reconstrucción, mediante prácticas corruptas. Y la corrupción vuelve a ser, entonces, tema en México y en Morelos porque el sistema permite y hasta premia las prácticas criminales sobre la administración pública.
Y el problema por supuesto que está en las prácticas gubernamentales, pero también en la permisividad de los ciudadanos hacia las mismas en tanto les generen beneficios. Porque cualquiera identifica prácticas indebidas a diario en México y en Morelos, pero nadie parece lo bastante preocupado para denunciarlas, creando un ambiente de impunidad en el que esas pequeñas irregularidades diarias escalan hasta convertirse en grandes crímenes en contra de quienes más requieren la asistencia de las autoridades. No se trata de justificar a nadie sino de explicar un proceso en que las víctimas de la corrupción pierden el rostro, lo que hace mucho más sencillo entramparlas. De hecho, los casos más escandalosos de corrupción en México no parecen ser los mayores desvíos al erario, sino aquellos en que las víctimas tienen rostro, damnificados de catástrofes, pacientes de hospitales, alumnos de escuelas; pero el hecho de que otras víctimas de la corrupción no sean tan sencillamente identificables no debiera ser justificación.
En todo caso, no tolerar actos ilegales sin importar quiénes sean víctimas o beneficiarios tendría que ser un principio fundamental de cualquier sociedad. El temor a Dios que pide el Obispo, podría funcionar también si se convierte en temor a comunidades mucho más exigentes e intolerantes a la corrupción en cualquiera de sus formas.
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