/ viernes 23 de septiembre de 2022

Las monarquías obsoletas

La muerte de la reina Isabel II y sus funerales transmitidos a nivel mundial en vivo, en directo y a todo color, fue como ver el último capítulo de la serie The Crown. Supongo que los de Netflix estarán molestos por el spoiler del final de la serie.

Desde que se anunció la muerte de la reina, todo lo que vino después siguió un guion preciso y puntual. Todo estaba preparado desde décadas atrás para ese día, hasta el ataúd. Entre más preciso el guion, más expectativa genera en el público plebeyo. Todo pensado, todo cuidado, todo medido. Esa exactitud en los detalles plagados de símbolos, es uno de los requisitos indispensables para que la monarquía sea un espectáculo cuyos protagonistas juegan el papel de enviados del cielo.

El funeral de la reina debía superar aquel de la muerte trágica de Diana Spencer veinticinco años atrás; ese funeral fue visto por millones de personas en todo el mundo, el actual con la ayuda de las redes no podía ser menor. Ese era el reto.

En general las monarquías hoy en día no juegan un papel importante en el ejercicio diario del gobierno, sobre todo las monarquías parlamentarias como el caso del Reino Unido y España. En realidad, las monarquías sirven para muy poco y cuestan mucho dinero. Funcionan como figuras simbólicas.

Resulta contradictorio que en un mundo en donde los sistemas democráticos han avanzado muchísimo en las últimas tres décadas, todavía existan las monarquías.

Un sistema democrático busca la equidad y la igualdad de las mujeres y los hombres frente a la ley y frente al estado. Nadie es superior por el simple hecho de nacer en una cuna o en otra, eso es absurdo. Pues ese absurdo es lo que le da sabor y sentido a la monarquía. En democracia las mayorías deciden en libertad, en paz y respetando los derechos humanos. En la monarquía las decisiones supuestamente provienen por designio divino. Lo que eso quiera decir.

En España, por ejemplo, la actual monarquía es herencia del franquismo. Por decisión del que fue un asesino y dictador, se restauró la monarquía en la figura de Juan Carlos de Borbón; un personaje que jugó un papel importante en la apertura democrática española pero que a la postre se convirtió en un tipo corrupto, que uso la corona para hacer negocios y enriquecerse, evasor de impuestos y famoso por sus escándalos y líos de alcoba. Tuvo que abdicar a su hijo, el actual rey Felipe VI, por ser insostenibles sus escándalos y amoríos.

El heredero del trono, el auto nombrado Carlos III primogénito de la reina, esperó hasta los 73 años para ser monarca, hasta que murió la madre; en sus primeras apariciones como rey ha mostrado imágenes patéticas que muestran el talante del personaje. Esos gestos prepotentes y agresivos que hace a su ayudante para que le retire del escritorio un tintero que le estorbaba para firmar, o su berrinche porque la pluma le manchó sus dedos divinos y regordetes, dicen mucho del personaje.

Alrededor de las monarquías inglesa y española, hay poderos intereses económicos, políticos y hasta religiosos. Actualmente son materia de series y películas muy exitosas.

No pretendo quitarles méritos a las personas, la reina sin duda jugó un papel importante para mantener la unidad en la llamada comunidad británica, en ocasiones con métodos violentos y represivos, sobre todo países africanos dominados y explotados por siglos. Isabel II representó el papel que le tocó en la historia del Reino Unido.

Desde la óptica de gobierno las monarquías son obsoletas.

Hoy en día las monarquías son fuente infinita para guiones de televisión y revistas de sociales, cargados de historias truculentas, enredos de alcoba, intrigas cortesanas, secretos de palacio, traiciones, de amor y desamor, infidelidades, sueños de princesas y príncipes azules.

Ese es el destino de las monarquías en el siglo XXI, floreros caros de ciertas democracias y materia prima de series de televisión.


La muerte de la reina Isabel II y sus funerales transmitidos a nivel mundial en vivo, en directo y a todo color, fue como ver el último capítulo de la serie The Crown. Supongo que los de Netflix estarán molestos por el spoiler del final de la serie.

Desde que se anunció la muerte de la reina, todo lo que vino después siguió un guion preciso y puntual. Todo estaba preparado desde décadas atrás para ese día, hasta el ataúd. Entre más preciso el guion, más expectativa genera en el público plebeyo. Todo pensado, todo cuidado, todo medido. Esa exactitud en los detalles plagados de símbolos, es uno de los requisitos indispensables para que la monarquía sea un espectáculo cuyos protagonistas juegan el papel de enviados del cielo.

El funeral de la reina debía superar aquel de la muerte trágica de Diana Spencer veinticinco años atrás; ese funeral fue visto por millones de personas en todo el mundo, el actual con la ayuda de las redes no podía ser menor. Ese era el reto.

En general las monarquías hoy en día no juegan un papel importante en el ejercicio diario del gobierno, sobre todo las monarquías parlamentarias como el caso del Reino Unido y España. En realidad, las monarquías sirven para muy poco y cuestan mucho dinero. Funcionan como figuras simbólicas.

Resulta contradictorio que en un mundo en donde los sistemas democráticos han avanzado muchísimo en las últimas tres décadas, todavía existan las monarquías.

Un sistema democrático busca la equidad y la igualdad de las mujeres y los hombres frente a la ley y frente al estado. Nadie es superior por el simple hecho de nacer en una cuna o en otra, eso es absurdo. Pues ese absurdo es lo que le da sabor y sentido a la monarquía. En democracia las mayorías deciden en libertad, en paz y respetando los derechos humanos. En la monarquía las decisiones supuestamente provienen por designio divino. Lo que eso quiera decir.

En España, por ejemplo, la actual monarquía es herencia del franquismo. Por decisión del que fue un asesino y dictador, se restauró la monarquía en la figura de Juan Carlos de Borbón; un personaje que jugó un papel importante en la apertura democrática española pero que a la postre se convirtió en un tipo corrupto, que uso la corona para hacer negocios y enriquecerse, evasor de impuestos y famoso por sus escándalos y líos de alcoba. Tuvo que abdicar a su hijo, el actual rey Felipe VI, por ser insostenibles sus escándalos y amoríos.

El heredero del trono, el auto nombrado Carlos III primogénito de la reina, esperó hasta los 73 años para ser monarca, hasta que murió la madre; en sus primeras apariciones como rey ha mostrado imágenes patéticas que muestran el talante del personaje. Esos gestos prepotentes y agresivos que hace a su ayudante para que le retire del escritorio un tintero que le estorbaba para firmar, o su berrinche porque la pluma le manchó sus dedos divinos y regordetes, dicen mucho del personaje.

Alrededor de las monarquías inglesa y española, hay poderos intereses económicos, políticos y hasta religiosos. Actualmente son materia de series y películas muy exitosas.

No pretendo quitarles méritos a las personas, la reina sin duda jugó un papel importante para mantener la unidad en la llamada comunidad británica, en ocasiones con métodos violentos y represivos, sobre todo países africanos dominados y explotados por siglos. Isabel II representó el papel que le tocó en la historia del Reino Unido.

Desde la óptica de gobierno las monarquías son obsoletas.

Hoy en día las monarquías son fuente infinita para guiones de televisión y revistas de sociales, cargados de historias truculentas, enredos de alcoba, intrigas cortesanas, secretos de palacio, traiciones, de amor y desamor, infidelidades, sueños de princesas y príncipes azules.

Ese es el destino de las monarquías en el siglo XXI, floreros caros de ciertas democracias y materia prima de series de televisión.


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