Crónica de una ciudad sin primavera

Opinión

Sara Montesinos

  · jueves 20 de febrero de 2020

Érase una vez, al centro-sur de México y noroeste de Morelos, entre la regiones del Eje Neovolcánico y la Sierra Madre del Sur, que la ciudad de Cuernavaca, originalmente llamada Cuauhnáhuac «junto a los árboles», fue reconocida como la ciudad de la eterna primavera.

Cuenta la historia que dicho lugar ganó tal nombre por la belleza de la estación primaveral que coloreaba sus calles, por sus jacarandas azules violáceas, bugambilias rosadas y guayabos amarillos, por las barrancas que pintaban de verde los ojos de quien las veía, sus aguas cristalinas, auroras iluminadas y noches estrelladas; pero también, por la intensa inspiración que provocaba en quienes admiraban tales paisajes y que animó a gran número de personas a elegirla como su casa y punto de partida para su creación. Además, que por ello múltiples artistas e intelectuales como Elena Garro, Juan Manuel Puig, Eric Fromm, Ivan Ilich, Malcom Lowry, David Alfaro Siqueiros, Robert Brandy, Rufino Tamayo, María Félix, y muchos otros más que anduvieron por sus calles, inspiraron ahí sus pensamientos.

En fin…una ciudad en la que la primavera fue motivo de inspiración y alegría, de reverdecimiento por sus plantas, pero también por sus ideas; de calidez, renacimiento, juventud y florecimiento.

Pero que después, al pasar el tiempo y al ser administrada por gobernantes incapaces de corresponder a la riqueza de su naturaleza, de trabajar por alimentarla y acrecentarla, fueron terminando con ella, saqueándola y endeudándola, fueron vendiendo sus aguas y malbaratando sus campos, dejaron de regar sus jardines, reparar sus calles y de apoyar sus talentos, de velar por las vidas y hacerlas más plenas; y la violencia y el miedo fueron reinando.

Entonces las personas que vieron alguna vez sus colores sintieron caer sobre si la pesada desgracia, y la primavera perdió su esperanza y también sus habitantes lo hicieron. La inspiración y la alegría se hicieron amargura, y el verde de sus barrancas fue llenado de basuras y lo cristalino de sus aguas se ensombreció. Sus azules violáceos, sus amarillos guayabos y rosados arbustos fueron opacados por un rojo violento y las mujeres cayeron en una inseguridad despiadada que día a día fue empeorando y los niños sintieron sus estómagos cada vez más vacíos, y la primavera fue cortándose para erigir bardas y acomodar plazas, y su riqueza fue asaltada hasta ser terminada.

Y así fue hundiéndose el espacio y perdiendo su encanto para escribir al amor como Fromm y para contemplar bugambilias como Tamayo.

Sabe la historia que no solo fue por sus gobernantes que la primavera se apagó al igual que la inspiración, que la gente también decidió y recluyó su esperanza, que también contaminó sus calles y se irritó con sus comunidades, que atacaron a las mujeres y abandonaron a sus hijos, pero que ellos fueron los más afectados por su violencia. Sabe también que eligieron mal a sus gobernantes y que no siempre lucharon por la riqueza que les pertenecía como debían.

Pero sabe la historia, como también la primavera, que esta siempre reverdece, que sus flores a pesar de desojarse vuelven a abrir sus pistilos, que los arbustos recuperan sus colores pese haber sido asaltada su agua, y que aunque sus amarillos fueron salpicados con rojo, la primavera aun siendo ocultada, siempre es inspiración y esperanza.

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