/ lunes 8 de enero de 2024

Los dilemas actuales de la guerra en Ucrania

Por Emilio Ordoñez

En el próximo mes de febrero se cumplirán dos años de la invasión rusa a Ucrania, uno de los dos conflictos que mantienen al mundo en vilo, junto con el de Medio Oriente, y que ha acelerado la reconfiguración de un nuevo orden mundial hacia un multilateralismo que contextualizará y tal vez sirva para contener las tensiones derivadas de la disputa hegemónica entre Estados Unidos y China. Esta reconfiguración implicó el reforzamiento de entendimientos o alianzas de largo trecho, tales como la ampliación de la OTAN con el ingreso de Suecia y Finlandia o la profundización del entendimiento entre Rusia y China, uno de los tantos que le permitió al gobierno de Vladimir Putin sortear con relativo éxito las sanciones económicas impuestas por el Norte mundial.

Este dinamismo se contrapone a una situación de exasperante falta de avances de un bando y del otro en el teatro bélico ucraniano, habida cuenta tanto del fracaso de la contraofensiva ucraniana apoyada por Occidente -situación reconocida incluso por el alto mando de las Fuerzas Armadas ucraniana- como por la estrategia seguida por Rusia que, por el momento, prioriza mantener sus posiciones para desgastar al ejército enemigo. El apoyo económico irrestricto llevado adelante principalmente por Estados Unidos y Europa no parece haber dado frutos: se calcula que en los últimos seis meses Ucrania avanzó a un promedio de 90 metros diarios, un desempeño a todas luces insuficiente si se procura recuperar lo conquistado por Rusia, que ha anexionado hasta el momento un 20% de territorio ucraniano.

En este conflicto en clave neorrealista, en el que una potencia ve amenazados sus intereses vitales por acción de otra potencia en sus adyacencias, la tónica parece ser una reedición de la guerra de trincheras similar a la de la Primera Guerra Mundial en la que prevalecer y sobrevivir es el objetivo principal. El factor tiempo es la clave, y por el momento éste favorece a los objetivos planteados por Moscú. El futuro más temido por Occidente hace rato que está entre nosotros: una guerra larga, costosa en vidas humanas y recursos, sin un plan de paz a la vista más allá de algunos acuerdos puntuales. De este virtual congelamiento de la línea de contacto derivan las tensiones que han permeado el apoyo otrora sin fisuras hacia el presidente Volodymyr Zelenski, y que bien pueden determinar el rumbo o la duración del conflicto.

Recordemos que hasta hace un año el apoyo irrestricto no excluía discusiones que eran casi de forma. El debate entre sanciones económicas o una tesitura más asertiva en cuanto a apoyo militar trazó en Europa una línea divisoria que geográficamente era más que reconocible, puesto que reproducía la cartografía de la Guerra Fría y daba cuenta de las rispideces históricas particulares de Europa occidental u oriental de cara a Rusia. En este sentido está claro que prevalecieron las posiciones asertivas impulsadas por países como Polonia o Letonia, pero la cartografía dejó de ser una guía confiable para entender el conflicto. La victoria en Eslovaquia del prorruso Robert Fico o la de Geert Wilders en Holanda da cuenta de un agotamiento en la opinión pública que se traslada a lo electoral, y que se ejemplifica en una frase que se repite: ni una bala más a Ucrania.

El reconocimiento del cambio del clima de época ha llevado, por caso, al canciller alemán Olaf Scholz a preconizar una guerra larga y a comprometerse a redoblar su apoyo a Kiev para compensar una posible merma de este en otros aliados. En una suerte de círculo vicioso, los gobiernos europeos van desplazando las líneas rojas de la ayuda permisible a medida que el conflicto se estanca, como lo prueba la futura cesión a Ucrania de aviones de combate F-16 y el entrenamiento de pilotos ucranianos a cargo del Reino Unido.

Estados Unidos también ha atravesado el mismo derrotero en cuanto a la erosión del apoyo irrestricto a Zelensky. En una sociedad políticamente partida en dos mitades y cuya grieta encontró su expresión en un Congreso dividido, la defensa de la integridad territorial ucraniana ante la invasión rusa y la narrativa de la defensa del mundo libre representado por Ucrania ante la amenaza del neozarismo ruso encarnado en Putin dieron fundamento al único consenso bipartidista entre demócratas y republicanos durante la presidencia de Joseph Biden.

Este consenso actualmente está en terapia intensiva, afectado por el clima pre-electoral con vistas a las elecciones presidenciales de noviembre y entrampado en los pasillos del Congreso. En efecto, muchos analistas aseguran que las trabas al paquete de 110.000 millones de dólares, que incluyen ayudas a Israel y reforzamiento de la frontera con México, solo pueden aumentar en el futuro conforme se acerque la fecha de las elecciones y Ucrania demande mayores desembolsos.

En este contexto, el panorama se ve sombrío para Kiev: el trumpismo clama por el fin de los cheques en blanco de Joseph Biden, mientras que desde el gobierno las presiones arrecian ante el agotamiento del presupuesto destinado a Ucrania y la incapacidad de reponer pertrechos al ritmo que demanda el ejército ucraniano. Con buenas posibilidades para volver a la Casa Blanca, Donald Trump hará de Ucrania uno de sus temas centrales de campaña al poner en juego tanto la gestión del apoyo militar como las cualidades de liderazgo de Biden, ya sea para revertir el conflicto a favor de Ucrania o forzar una paz.

El “cansancio de guerra” no ha afectado solo a Occidente. La rebelión del grupo mercenario Wagner, que constituyó la mayor amenaza al poder de Putin desde su llegada al poder en 1999, así como sus vinculaciones con sectores de la inteligencia militar y del ejército, alcanzó a revelar las fuertes internas palaciegas en torno la estrategia de guerra y su alto costo en vidas (se calculan unas 300.000, entre muertos y heridos), las que hoy parecen olvidadas tras el fracaso de la contraofensiva y las proyecciones económicas que estiman que Rusia crecerá un 3% en 2023.

Por otra parte, la contraofensiva fallida despertó un fuerte debate en torno al rumbo de la guerra entre Zelensky y el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas, Valery Zaluzhny. Las consecuencias políticas del mismo han sido exitosamente contenidas por el gobierno hasta ekl momento, pero si a esto se le agrega la dependencia completa de la menguante ayuda militar occidental, se configura un escenario desalentador a futuro, del cual el consenso reinante evalúa como favorable a los esfuerzos de Putin.

Esta crónica puede ser descripta como una serie de dilemas cuya respuesta involucra difíciles decisiones políticas, ante la perspectiva de un conflicto que podría durar incluso hasta 2025, si atendemos a las voces de algunos jefes de estado europeos. El terreno hacia estas decisiones políticas ya está siendo preparado con un viraje de la narrativa dominante hacia la necesidad de que Ucrania se abra a negociaciones de paz.

De aquí nacen algunos interrogantes incómodos: si Putin “está ganando”, al decir de algunas publicaciones insospechadas de posiciones pro-rusas, la incógnita pasa por los incentivos del Kremlin para acompañar estas negociaciones. Siguiendo esta línea, la hipótesis de que el presidente ruso puede llevar el rumbo de la guerra hasta el próximo año a la espera de una victoria de Donald Trump en las presidenciales para abrir negociaciones comprehensivas empieza a ser considerada como plausible. Mucho más complejo en términos de opinión pública y de prestigio para Occidente es como hacer de las cesiones territoriales ucranianas un precio necesario para la paz, y sus efectos a futuro en un sistema internacional frágil que ha vuelto a funcionar en una sintonía realista, con las guerras territoriales como hechos que dirimen poder.

De otra parte, el escenario de una Ucrania integrando la Unión Europea, pero disminuida territorialmente y “finlandizada” en sus vinculaciones internacionales es parte integral del debate actual, cuyos extremos bien podrían llegar a ser taxativos: o se negocia la paz o se la impone desde fuera. Sólo el tiempo y los desarrollos del conflicto dirán cuál de los dos escenarios prevalecerá finalmente.

EMILIO ORDOÑEZ es Investigador, analista internacional en el portal Fundamentar.com y columnista radial en diversas emisoras de Argentina y el extranjero. Sígalo en @eordon73

Por Emilio Ordoñez

En el próximo mes de febrero se cumplirán dos años de la invasión rusa a Ucrania, uno de los dos conflictos que mantienen al mundo en vilo, junto con el de Medio Oriente, y que ha acelerado la reconfiguración de un nuevo orden mundial hacia un multilateralismo que contextualizará y tal vez sirva para contener las tensiones derivadas de la disputa hegemónica entre Estados Unidos y China. Esta reconfiguración implicó el reforzamiento de entendimientos o alianzas de largo trecho, tales como la ampliación de la OTAN con el ingreso de Suecia y Finlandia o la profundización del entendimiento entre Rusia y China, uno de los tantos que le permitió al gobierno de Vladimir Putin sortear con relativo éxito las sanciones económicas impuestas por el Norte mundial.

Este dinamismo se contrapone a una situación de exasperante falta de avances de un bando y del otro en el teatro bélico ucraniano, habida cuenta tanto del fracaso de la contraofensiva ucraniana apoyada por Occidente -situación reconocida incluso por el alto mando de las Fuerzas Armadas ucraniana- como por la estrategia seguida por Rusia que, por el momento, prioriza mantener sus posiciones para desgastar al ejército enemigo. El apoyo económico irrestricto llevado adelante principalmente por Estados Unidos y Europa no parece haber dado frutos: se calcula que en los últimos seis meses Ucrania avanzó a un promedio de 90 metros diarios, un desempeño a todas luces insuficiente si se procura recuperar lo conquistado por Rusia, que ha anexionado hasta el momento un 20% de territorio ucraniano.

En este conflicto en clave neorrealista, en el que una potencia ve amenazados sus intereses vitales por acción de otra potencia en sus adyacencias, la tónica parece ser una reedición de la guerra de trincheras similar a la de la Primera Guerra Mundial en la que prevalecer y sobrevivir es el objetivo principal. El factor tiempo es la clave, y por el momento éste favorece a los objetivos planteados por Moscú. El futuro más temido por Occidente hace rato que está entre nosotros: una guerra larga, costosa en vidas humanas y recursos, sin un plan de paz a la vista más allá de algunos acuerdos puntuales. De este virtual congelamiento de la línea de contacto derivan las tensiones que han permeado el apoyo otrora sin fisuras hacia el presidente Volodymyr Zelenski, y que bien pueden determinar el rumbo o la duración del conflicto.

Recordemos que hasta hace un año el apoyo irrestricto no excluía discusiones que eran casi de forma. El debate entre sanciones económicas o una tesitura más asertiva en cuanto a apoyo militar trazó en Europa una línea divisoria que geográficamente era más que reconocible, puesto que reproducía la cartografía de la Guerra Fría y daba cuenta de las rispideces históricas particulares de Europa occidental u oriental de cara a Rusia. En este sentido está claro que prevalecieron las posiciones asertivas impulsadas por países como Polonia o Letonia, pero la cartografía dejó de ser una guía confiable para entender el conflicto. La victoria en Eslovaquia del prorruso Robert Fico o la de Geert Wilders en Holanda da cuenta de un agotamiento en la opinión pública que se traslada a lo electoral, y que se ejemplifica en una frase que se repite: ni una bala más a Ucrania.

El reconocimiento del cambio del clima de época ha llevado, por caso, al canciller alemán Olaf Scholz a preconizar una guerra larga y a comprometerse a redoblar su apoyo a Kiev para compensar una posible merma de este en otros aliados. En una suerte de círculo vicioso, los gobiernos europeos van desplazando las líneas rojas de la ayuda permisible a medida que el conflicto se estanca, como lo prueba la futura cesión a Ucrania de aviones de combate F-16 y el entrenamiento de pilotos ucranianos a cargo del Reino Unido.

Estados Unidos también ha atravesado el mismo derrotero en cuanto a la erosión del apoyo irrestricto a Zelensky. En una sociedad políticamente partida en dos mitades y cuya grieta encontró su expresión en un Congreso dividido, la defensa de la integridad territorial ucraniana ante la invasión rusa y la narrativa de la defensa del mundo libre representado por Ucrania ante la amenaza del neozarismo ruso encarnado en Putin dieron fundamento al único consenso bipartidista entre demócratas y republicanos durante la presidencia de Joseph Biden.

Este consenso actualmente está en terapia intensiva, afectado por el clima pre-electoral con vistas a las elecciones presidenciales de noviembre y entrampado en los pasillos del Congreso. En efecto, muchos analistas aseguran que las trabas al paquete de 110.000 millones de dólares, que incluyen ayudas a Israel y reforzamiento de la frontera con México, solo pueden aumentar en el futuro conforme se acerque la fecha de las elecciones y Ucrania demande mayores desembolsos.

En este contexto, el panorama se ve sombrío para Kiev: el trumpismo clama por el fin de los cheques en blanco de Joseph Biden, mientras que desde el gobierno las presiones arrecian ante el agotamiento del presupuesto destinado a Ucrania y la incapacidad de reponer pertrechos al ritmo que demanda el ejército ucraniano. Con buenas posibilidades para volver a la Casa Blanca, Donald Trump hará de Ucrania uno de sus temas centrales de campaña al poner en juego tanto la gestión del apoyo militar como las cualidades de liderazgo de Biden, ya sea para revertir el conflicto a favor de Ucrania o forzar una paz.

El “cansancio de guerra” no ha afectado solo a Occidente. La rebelión del grupo mercenario Wagner, que constituyó la mayor amenaza al poder de Putin desde su llegada al poder en 1999, así como sus vinculaciones con sectores de la inteligencia militar y del ejército, alcanzó a revelar las fuertes internas palaciegas en torno la estrategia de guerra y su alto costo en vidas (se calculan unas 300.000, entre muertos y heridos), las que hoy parecen olvidadas tras el fracaso de la contraofensiva y las proyecciones económicas que estiman que Rusia crecerá un 3% en 2023.

Por otra parte, la contraofensiva fallida despertó un fuerte debate en torno al rumbo de la guerra entre Zelensky y el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas, Valery Zaluzhny. Las consecuencias políticas del mismo han sido exitosamente contenidas por el gobierno hasta ekl momento, pero si a esto se le agrega la dependencia completa de la menguante ayuda militar occidental, se configura un escenario desalentador a futuro, del cual el consenso reinante evalúa como favorable a los esfuerzos de Putin.

Esta crónica puede ser descripta como una serie de dilemas cuya respuesta involucra difíciles decisiones políticas, ante la perspectiva de un conflicto que podría durar incluso hasta 2025, si atendemos a las voces de algunos jefes de estado europeos. El terreno hacia estas decisiones políticas ya está siendo preparado con un viraje de la narrativa dominante hacia la necesidad de que Ucrania se abra a negociaciones de paz.

De aquí nacen algunos interrogantes incómodos: si Putin “está ganando”, al decir de algunas publicaciones insospechadas de posiciones pro-rusas, la incógnita pasa por los incentivos del Kremlin para acompañar estas negociaciones. Siguiendo esta línea, la hipótesis de que el presidente ruso puede llevar el rumbo de la guerra hasta el próximo año a la espera de una victoria de Donald Trump en las presidenciales para abrir negociaciones comprehensivas empieza a ser considerada como plausible. Mucho más complejo en términos de opinión pública y de prestigio para Occidente es como hacer de las cesiones territoriales ucranianas un precio necesario para la paz, y sus efectos a futuro en un sistema internacional frágil que ha vuelto a funcionar en una sintonía realista, con las guerras territoriales como hechos que dirimen poder.

De otra parte, el escenario de una Ucrania integrando la Unión Europea, pero disminuida territorialmente y “finlandizada” en sus vinculaciones internacionales es parte integral del debate actual, cuyos extremos bien podrían llegar a ser taxativos: o se negocia la paz o se la impone desde fuera. Sólo el tiempo y los desarrollos del conflicto dirán cuál de los dos escenarios prevalecerá finalmente.

EMILIO ORDOÑEZ es Investigador, analista internacional en el portal Fundamentar.com y columnista radial en diversas emisoras de Argentina y el extranjero. Sígalo en @eordon73