/ lunes 26 de septiembre de 2022

Poliescenarios | Isabel II y África ¿Una relación perdurable?

Omer Freixa

A pocos días del fallecimiento de la monarca británica Isabel II, algunas reflexiones sobre las relaciones que sostuvo con sus posesiones africanas y el rol del colonialismo británico en el Reino Unido.

El título de esta columna alude a una nota publicada por la BBC en la cual se examinó de modo positivo la “relación perdurable” entre la exreina y el África colonial británica, por ejemplo, resaltando las buenas relaciones de la monarquía con sus posesiones y el número de visitas que la soberana tuvo en el continente, donde conoció alrededor de una veintena de países. No obstante, el artículo recibió una lluvia de críticas por ocultar el rol negativo del Reino Unido en África. Los editores pronto se vieron obligados a cerrar el espacio de comentarios debido al aluvión de opiniones negativas.

El fallecimiento a los 96 años de la ocupante del trono real tras 70 años ininterrumpidos de reinado llevó a reflexionar y a dividir las aguas en torno al pasado colonial del Reino Unido. En el caso africano, la soberana nunca reflexionó ni pidió perdón por los excesos cometidos por los colonialistas. Buena parte del colonialismo se basó en el expolio de riquezas. Un caso que tuvo bastante repercusión fue el de la “la Gran Estrella de África”, un gigantesco y valiosísimo diamante con el que en parte se decoró el cetro de la reina entre otros atuendos, expoliado de Sudáfrica en 1905 y del cual, al igual que en razón de otros valiosísimos tesoros, esperan su restitución al país sudafricano.

Correspondiente al relacionamiento, mientras la monarca bailaba en 1961 con el mandatario de Ghana, Kwame Nkrumah, la primera colonia liberada al sur del Sáhara, en Kenya, la represión estaba a la vuelta de la esquina tras casi una década de guerra revolucionaria del movimiento nacionalista Mau Mau contras las autoridades coloniales británicas. A resultas de ese conflicto, allí se crearon campos de concentración para aplacar a las fuerzas rebeldes y como castigo a sobre quien pesara la acusación de colaboracionismo.

Se calcula que, al menos, 300.000 personas pasaron por estos campos, además de contar la pérdida de unas 100.000 vidas. Esta última cifra responde al cómputo de las estimaciones más altas. Si bien los cálculos pueden variar, la crudeza de las fuerzas británicas para combatir la insurgencia es un recuerdo bien vivo en Kenya. En efecto, la justicia de la exmetrópoli falló a favor de víctimas que fueron indemnizadas por la violencia sufrida entre 1952 y 1960, en 2013, y no serían las últimas demandas.

La excolonia alcanzó la independencia en 1963, como todos los dominios británicos en África para la década de 1960. Si bien la monarquía fue protagonista de los procesos emancipatorios, no obstante, la crisis de dominación no era reciente. La presión se hizo sentir con gran intensidad al final de la Segunda Guerra Mundial, también para otras metrópolis, como Francia o Bélgica.

Si bien es cierto que gran parte de las independencias fueron gestionadas de manera negociada y pacífica, el caso de Kenya rompió esa dinámica. Además, la citada Ghana tuvo sus momentos difíciles, que le valieron cárcel al futuro presidente y represión en general. Pero las independencias, como sucedió a nivel continental, no cortaron del todo el lazo colonial, aunque sí lo redefinieron.

Varias de las nuevas naciones continuaron vinculadas a sus exmetrópolis si bien otras mostraron signos de querer desmarcarse de esa hegemonía. En el primer caso se puede incluir a Nigeria que, al momento de la guerra de secesión en la sureña Biafra, fue respaldada por Londres a efectos de mantener la integridad de su República Federal entre 1967 y 1970.

Asimismo, el Reino Unido apoyó al gobierno sierraleonés en la terrible guerra civil que sacudió en los años 90 a esta antigua posesión del África occidental británica. En contraste, el caso de Robert Mugabe, en Zimbabwe, fue un claro ejemplo de las malas relaciones entre el Reino Unido y esa ex Rhodesia del Sur, a la cual se le impusieron reiteradas sanciones económicas por su desobediencia e intentos de mostrarse como una campeona del panafricanismo y la liberación.

También Idi Amin, en Uganda, construyó un liderazgo antioccidental en el que incluyó varios ataques a los británicos. De hecho, Escocia era un modelo para este dictador en atención a la histórica resistencia de esa nación frente a Inglaterra, al punto que el mandatario ugandés se rodeó de una legión de oriundos de ese rincón de las Islas Británicas y se proclamó, entre otros títulos, como “el verdadero heredero al trono de Escocia”.

Elizabeth II tampoco condenó el apartheid sudafricano (1948-1994). Su padre visitó el país en 1947 e hizo excelentes relaciones con la élite un año antes de que el Partido Nacional llegara al poder e institucionalizar el régimen de segregación racial más conocido de la historia. Si bien el buen vínculo de su hija con Nelson Mandela está documentado, esa es una parte reducida de lo que se cuenta.

La monarca dejó una buena imagen de la monarquía en la Commonwealth. Sin embargo, el año pasado Barbados fue noticia al desplazar como jefa de Estado a la reina, si bien no se retiró de la Mancomunidad. Australia, Antigua y Barbuda y Jamaica estarían revisando su status dentro de este cuerpo que engloba a casi una tercera parte de la población mundial.

Habrá que ver cómo su heredero, Carlos III, dirige esta organización. Por lo pronto, la realeza británica sostuvo algunos escándalos en la esfera racial, como el haberse sabido de la prohibición de participación de personas racializadas en oficios religiosos hasta casi el final de los años 60 y, mucho más reciente, la supuesta discriminación sufrida por Meghan Markle, esposa de uno de los nietos de la difunta, por su origen afro al anunciar su primer embarazo.

Sirvan estos ejemplos diversos como un cuestionamiento a la imagen perfecta de una monarquía y su realeza. La historia no olvida.

OMER FREIXA es profesor de la Universidad Nacional de Tres de Febrero y de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Sígalo en @OmerFreixa

Omer Freixa

A pocos días del fallecimiento de la monarca británica Isabel II, algunas reflexiones sobre las relaciones que sostuvo con sus posesiones africanas y el rol del colonialismo británico en el Reino Unido.

El título de esta columna alude a una nota publicada por la BBC en la cual se examinó de modo positivo la “relación perdurable” entre la exreina y el África colonial británica, por ejemplo, resaltando las buenas relaciones de la monarquía con sus posesiones y el número de visitas que la soberana tuvo en el continente, donde conoció alrededor de una veintena de países. No obstante, el artículo recibió una lluvia de críticas por ocultar el rol negativo del Reino Unido en África. Los editores pronto se vieron obligados a cerrar el espacio de comentarios debido al aluvión de opiniones negativas.

El fallecimiento a los 96 años de la ocupante del trono real tras 70 años ininterrumpidos de reinado llevó a reflexionar y a dividir las aguas en torno al pasado colonial del Reino Unido. En el caso africano, la soberana nunca reflexionó ni pidió perdón por los excesos cometidos por los colonialistas. Buena parte del colonialismo se basó en el expolio de riquezas. Un caso que tuvo bastante repercusión fue el de la “la Gran Estrella de África”, un gigantesco y valiosísimo diamante con el que en parte se decoró el cetro de la reina entre otros atuendos, expoliado de Sudáfrica en 1905 y del cual, al igual que en razón de otros valiosísimos tesoros, esperan su restitución al país sudafricano.

Correspondiente al relacionamiento, mientras la monarca bailaba en 1961 con el mandatario de Ghana, Kwame Nkrumah, la primera colonia liberada al sur del Sáhara, en Kenya, la represión estaba a la vuelta de la esquina tras casi una década de guerra revolucionaria del movimiento nacionalista Mau Mau contras las autoridades coloniales británicas. A resultas de ese conflicto, allí se crearon campos de concentración para aplacar a las fuerzas rebeldes y como castigo a sobre quien pesara la acusación de colaboracionismo.

Se calcula que, al menos, 300.000 personas pasaron por estos campos, además de contar la pérdida de unas 100.000 vidas. Esta última cifra responde al cómputo de las estimaciones más altas. Si bien los cálculos pueden variar, la crudeza de las fuerzas británicas para combatir la insurgencia es un recuerdo bien vivo en Kenya. En efecto, la justicia de la exmetrópoli falló a favor de víctimas que fueron indemnizadas por la violencia sufrida entre 1952 y 1960, en 2013, y no serían las últimas demandas.

La excolonia alcanzó la independencia en 1963, como todos los dominios británicos en África para la década de 1960. Si bien la monarquía fue protagonista de los procesos emancipatorios, no obstante, la crisis de dominación no era reciente. La presión se hizo sentir con gran intensidad al final de la Segunda Guerra Mundial, también para otras metrópolis, como Francia o Bélgica.

Si bien es cierto que gran parte de las independencias fueron gestionadas de manera negociada y pacífica, el caso de Kenya rompió esa dinámica. Además, la citada Ghana tuvo sus momentos difíciles, que le valieron cárcel al futuro presidente y represión en general. Pero las independencias, como sucedió a nivel continental, no cortaron del todo el lazo colonial, aunque sí lo redefinieron.

Varias de las nuevas naciones continuaron vinculadas a sus exmetrópolis si bien otras mostraron signos de querer desmarcarse de esa hegemonía. En el primer caso se puede incluir a Nigeria que, al momento de la guerra de secesión en la sureña Biafra, fue respaldada por Londres a efectos de mantener la integridad de su República Federal entre 1967 y 1970.

Asimismo, el Reino Unido apoyó al gobierno sierraleonés en la terrible guerra civil que sacudió en los años 90 a esta antigua posesión del África occidental británica. En contraste, el caso de Robert Mugabe, en Zimbabwe, fue un claro ejemplo de las malas relaciones entre el Reino Unido y esa ex Rhodesia del Sur, a la cual se le impusieron reiteradas sanciones económicas por su desobediencia e intentos de mostrarse como una campeona del panafricanismo y la liberación.

También Idi Amin, en Uganda, construyó un liderazgo antioccidental en el que incluyó varios ataques a los británicos. De hecho, Escocia era un modelo para este dictador en atención a la histórica resistencia de esa nación frente a Inglaterra, al punto que el mandatario ugandés se rodeó de una legión de oriundos de ese rincón de las Islas Británicas y se proclamó, entre otros títulos, como “el verdadero heredero al trono de Escocia”.

Elizabeth II tampoco condenó el apartheid sudafricano (1948-1994). Su padre visitó el país en 1947 e hizo excelentes relaciones con la élite un año antes de que el Partido Nacional llegara al poder e institucionalizar el régimen de segregación racial más conocido de la historia. Si bien el buen vínculo de su hija con Nelson Mandela está documentado, esa es una parte reducida de lo que se cuenta.

La monarca dejó una buena imagen de la monarquía en la Commonwealth. Sin embargo, el año pasado Barbados fue noticia al desplazar como jefa de Estado a la reina, si bien no se retiró de la Mancomunidad. Australia, Antigua y Barbuda y Jamaica estarían revisando su status dentro de este cuerpo que engloba a casi una tercera parte de la población mundial.

Habrá que ver cómo su heredero, Carlos III, dirige esta organización. Por lo pronto, la realeza británica sostuvo algunos escándalos en la esfera racial, como el haberse sabido de la prohibición de participación de personas racializadas en oficios religiosos hasta casi el final de los años 60 y, mucho más reciente, la supuesta discriminación sufrida por Meghan Markle, esposa de uno de los nietos de la difunta, por su origen afro al anunciar su primer embarazo.

Sirvan estos ejemplos diversos como un cuestionamiento a la imagen perfecta de una monarquía y su realeza. La historia no olvida.

OMER FREIXA es profesor de la Universidad Nacional de Tres de Febrero y de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Sígalo en @OmerFreixa