/ viernes 13 de septiembre de 2024

[Viajeros extranjeros en Morelos] De cuando Diego Rivera pintó los murales en Palacio de Cortés (I)

Bertram D. Wolfe, amigo de Diego Rivera, escribió el libro "The fabulous life of Diego Rivera", donde leemos los antecedentes de sus murales en Palacio de Cortés

El estadunidense Bertram D. Wolfe, hijo de alemán judío, fue un famoso militante político fundador del Partido Comunista de Estados Unidos, en 1919. Egresado de la Universidad de Columbia, llegó a México en 1922 y también en nuestra Universidad Nacional obtuvo un grado por sus estudios de español durante un trienio.

Al compartir ideologías comunes, Wolfe y Diego Rivera se hicieron amigos; fue importante para el artista mexicano recibir la influencia teórica de Wolfe en cuestión de materialismo dialéctico, pues su posición política estaba mucho más estructurada que la de Diego.

El americano ingresó al Partido Comunista Mexicano y en 1924 era miembro de su Comité Central, mas pocos años después lo expulsó del país el presidente Calles acusado de agitar al gremio ferrocarrilero.

Wolfe escribió varios libros sobre comunismo, destacando las biografías de Lenin, Stalin y Trotsky; con Rivera escribió dos más en coautoría: Portrait of America y Portrait of Mexico. En 1939, este autor escribió una primera biografía de nuestro muralista, en 1947 hizo otra versión ampliada y en 1963 vio la luz, en Nueva York, esta obra mucho más completa: The fabulous life of Diego Rivera.

Veamos los antecedentes de los murales del Palacio de Cortés en Cuernavaca, pintados en 1930:

“La oferta le llegó a Rivera de una fuente inesperada: el embajador norteamericano Dwight W. Morrow. Habiendo escogido como lugar de residencia alterna la población de Cuernavaca, encantadora capital del cer­cano estado de Morelos, se le ocurrió a Morrow promover la buena voluntad entre ambos países, donando un mural a ese lugar. Al mis­mo tiempo ayudó a un párroco local a restaurar una iglesia y al gobierno de Morelos a reparar el Palacio de Cortés, en la actualidad asiento del gobierno. Así ayudó al Estado y a la Iglesia; a la derecha y a la izquierda, a la vez”.

“El pintor y el embajador de la ‘buena voluntad’ se midieron mutuamente a la mesa de Morrow en Cuernavaca. Diego era un buen conversador y gracioso por temperamento, salvo cuando estaba agi­tado por algún disgusto interno. Dwight Morrow era un diplomático de polendas. Pero Diego poseía extrañas teorías respecto a lo que era un embajador yanqui, que al mismo tiempo figuraba como socio de Morgan, y Morrow conocía las más descabelladas versiones acerca de la personalidad del famoso artista. Ambos comieron y bebieron jun­tos, con Frida dando el toque de femenino encanto a la reunión, con su ágil ingenio y alegría impulsiva, así como la señora Morrow con la gracia de una anfitriona de cuerpo entero. Ningún espectador de la escena hubiese sospechado la existencia de tensiones. Como hombres de mundo que eran los dos, hablaron de todo menos del motivo que les reunía”.

“Cuando al fin tocaron el punto, todo se arregló casi al instante. La cantidad que ofreció Morrow fue doce mil dólares. De ello Rivera tendría que comprar los materiales, pagar a sus trabajadores y dar una comisión al intermediario (lo fue William Spratling, quien rechazó la comisión), así como cubrir su propia manuten­ción y honorarios. Quedaba autorizado para decorar parte o todo el pórtico o galería abierta, tanto como sus sentimientos estéticos y la suma de dinero asignada se lo permitieran".

"Como de costumbre, Diego escogió hacer más bien más que menos: encima de las puertas, en las paredes laterales, así como en la principal, y debajo de los paneles principales, unos seudo bajorrelieves; gracias a su glotón ape­tito de espacio y su imaginación fecunda, la encomienda le produjo poco. Sin embargo, los dólares no eran pesos y magra como fuese su ‘utilidad’ correspondiente a cinco meses de labor, fue la mejor pagada de sus aventuras muralísticas mexicanas”.

Primera de dos partes.

El estadunidense Bertram D. Wolfe, hijo de alemán judío, fue un famoso militante político fundador del Partido Comunista de Estados Unidos, en 1919. Egresado de la Universidad de Columbia, llegó a México en 1922 y también en nuestra Universidad Nacional obtuvo un grado por sus estudios de español durante un trienio.

Al compartir ideologías comunes, Wolfe y Diego Rivera se hicieron amigos; fue importante para el artista mexicano recibir la influencia teórica de Wolfe en cuestión de materialismo dialéctico, pues su posición política estaba mucho más estructurada que la de Diego.

El americano ingresó al Partido Comunista Mexicano y en 1924 era miembro de su Comité Central, mas pocos años después lo expulsó del país el presidente Calles acusado de agitar al gremio ferrocarrilero.

Wolfe escribió varios libros sobre comunismo, destacando las biografías de Lenin, Stalin y Trotsky; con Rivera escribió dos más en coautoría: Portrait of America y Portrait of Mexico. En 1939, este autor escribió una primera biografía de nuestro muralista, en 1947 hizo otra versión ampliada y en 1963 vio la luz, en Nueva York, esta obra mucho más completa: The fabulous life of Diego Rivera.

Veamos los antecedentes de los murales del Palacio de Cortés en Cuernavaca, pintados en 1930:

“La oferta le llegó a Rivera de una fuente inesperada: el embajador norteamericano Dwight W. Morrow. Habiendo escogido como lugar de residencia alterna la población de Cuernavaca, encantadora capital del cer­cano estado de Morelos, se le ocurrió a Morrow promover la buena voluntad entre ambos países, donando un mural a ese lugar. Al mis­mo tiempo ayudó a un párroco local a restaurar una iglesia y al gobierno de Morelos a reparar el Palacio de Cortés, en la actualidad asiento del gobierno. Así ayudó al Estado y a la Iglesia; a la derecha y a la izquierda, a la vez”.

“El pintor y el embajador de la ‘buena voluntad’ se midieron mutuamente a la mesa de Morrow en Cuernavaca. Diego era un buen conversador y gracioso por temperamento, salvo cuando estaba agi­tado por algún disgusto interno. Dwight Morrow era un diplomático de polendas. Pero Diego poseía extrañas teorías respecto a lo que era un embajador yanqui, que al mismo tiempo figuraba como socio de Morgan, y Morrow conocía las más descabelladas versiones acerca de la personalidad del famoso artista. Ambos comieron y bebieron jun­tos, con Frida dando el toque de femenino encanto a la reunión, con su ágil ingenio y alegría impulsiva, así como la señora Morrow con la gracia de una anfitriona de cuerpo entero. Ningún espectador de la escena hubiese sospechado la existencia de tensiones. Como hombres de mundo que eran los dos, hablaron de todo menos del motivo que les reunía”.

“Cuando al fin tocaron el punto, todo se arregló casi al instante. La cantidad que ofreció Morrow fue doce mil dólares. De ello Rivera tendría que comprar los materiales, pagar a sus trabajadores y dar una comisión al intermediario (lo fue William Spratling, quien rechazó la comisión), así como cubrir su propia manuten­ción y honorarios. Quedaba autorizado para decorar parte o todo el pórtico o galería abierta, tanto como sus sentimientos estéticos y la suma de dinero asignada se lo permitieran".

"Como de costumbre, Diego escogió hacer más bien más que menos: encima de las puertas, en las paredes laterales, así como en la principal, y debajo de los paneles principales, unos seudo bajorrelieves; gracias a su glotón ape­tito de espacio y su imaginación fecunda, la encomienda le produjo poco. Sin embargo, los dólares no eran pesos y magra como fuese su ‘utilidad’ correspondiente a cinco meses de labor, fue la mejor pagada de sus aventuras muralísticas mexicanas”.

Primera de dos partes.

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