/ jueves 3 de diciembre de 2020

Mañana quién sabe

“Hoy estamos…”, decía su abuelo al enterarse de la muerte de alguien. Recordó su mirada mientras pronunciaba la frase inacabada, como si en una suerte de misterio, el silencio entre ambos terminara por completar la oración.

Lily no sabía sobre la fragilidad de la vida hasta que descubrió la facilidad con que se encuentra a la muerte. En las mañanas, cuando escuchaba las noticias sobre el creciente número de fallecidos, no podía dejar de pensar en las personas que faltaban. Se iban, junto con sus nombres y recuerdos. Padres, madres y hermanos. Números amontonados. Era como si la cantidad, de tajo, superara la identidad.

Muchos, ella creía, tenían una cita con la muerte. Había escuchado que unas calles abajo de su casa la madre de dos niños tenía problemas para respirar, faltó al trabajo unos días y al no encontrar mejora, tuvieron que internarla en el hospital. Al finalizar la semana había muerto. Sus hijos, huérfanos, tuvieron que ser llevados con sus tíos. ¿Cómo saber, se preguntaba Lily, quien tenía una cita con la muerte? Sentía como un fantasma posaba entre todos.

A veces se encontraba por las noches mirando al techo, repasando las historias que escuchaba sobre los fallecidos. Un compañero de la universidad tuvo que dejar los estudios para cuidar a su hermano menor, después de que su madre, una comerciante, contrajera el virus y muriera. No podía dormir ni dejar de pensar lo afortunada que era tener padres con trabajos que le permitieran resguardarse. Nadie era la excepción, pero algunos podían escapar de las probabilidades.

En arrebatos de ira se decía que el virus no era el problema. El problema eran las personas. Como sus vecinos que en fines de semanas hacían fiestas con muchos invitados, sin importar las medidas restrictivas. No creían en la enfermedad, se burlaban que era un invento, una farsa. Incluso cuando la abuela cayó contagiada y estuvo convaleciente en el hospital hasta el deceso, no lo creyeron. Enojados, acusaron a los médicos de asesinarla. El virus, pensaba Lily, no era el problema. En realidad, revelaba cuál era el verdadero problema.

Su prima, una enfermera, le contaba que en los hospitales faltaba equipo médico. No tenían guantes ni cubrebocas y estaban saturados de enfermos. Un médico, amigo suyo, había muerto. Era joven. A su prima le gustaba ayudar. Su madre le pedía que no fuera, que se cuidara y volviera cuando todo acabase. Incluso cuando una noche, de regreso a casa, no le permitieron subir al transporte público, seguía yendo. A una de sus compañeras le lanzaron cloro y desinfectante. Mi madre también se contagió, le marcó su prima una tarde. Estaba en cama, apenas respirando, pero ella no dejó de ir al hospital. Le gustaba ayudar.

Ahora, más que nunca, recordaba lo que decía su abuelo. “Hoy estamos…”. Y a Lily le dolía admitirlo: mañana quién sabe.

“Hoy estamos…”, decía su abuelo al enterarse de la muerte de alguien. Recordó su mirada mientras pronunciaba la frase inacabada, como si en una suerte de misterio, el silencio entre ambos terminara por completar la oración.

Lily no sabía sobre la fragilidad de la vida hasta que descubrió la facilidad con que se encuentra a la muerte. En las mañanas, cuando escuchaba las noticias sobre el creciente número de fallecidos, no podía dejar de pensar en las personas que faltaban. Se iban, junto con sus nombres y recuerdos. Padres, madres y hermanos. Números amontonados. Era como si la cantidad, de tajo, superara la identidad.

Muchos, ella creía, tenían una cita con la muerte. Había escuchado que unas calles abajo de su casa la madre de dos niños tenía problemas para respirar, faltó al trabajo unos días y al no encontrar mejora, tuvieron que internarla en el hospital. Al finalizar la semana había muerto. Sus hijos, huérfanos, tuvieron que ser llevados con sus tíos. ¿Cómo saber, se preguntaba Lily, quien tenía una cita con la muerte? Sentía como un fantasma posaba entre todos.

A veces se encontraba por las noches mirando al techo, repasando las historias que escuchaba sobre los fallecidos. Un compañero de la universidad tuvo que dejar los estudios para cuidar a su hermano menor, después de que su madre, una comerciante, contrajera el virus y muriera. No podía dormir ni dejar de pensar lo afortunada que era tener padres con trabajos que le permitieran resguardarse. Nadie era la excepción, pero algunos podían escapar de las probabilidades.

En arrebatos de ira se decía que el virus no era el problema. El problema eran las personas. Como sus vecinos que en fines de semanas hacían fiestas con muchos invitados, sin importar las medidas restrictivas. No creían en la enfermedad, se burlaban que era un invento, una farsa. Incluso cuando la abuela cayó contagiada y estuvo convaleciente en el hospital hasta el deceso, no lo creyeron. Enojados, acusaron a los médicos de asesinarla. El virus, pensaba Lily, no era el problema. En realidad, revelaba cuál era el verdadero problema.

Su prima, una enfermera, le contaba que en los hospitales faltaba equipo médico. No tenían guantes ni cubrebocas y estaban saturados de enfermos. Un médico, amigo suyo, había muerto. Era joven. A su prima le gustaba ayudar. Su madre le pedía que no fuera, que se cuidara y volviera cuando todo acabase. Incluso cuando una noche, de regreso a casa, no le permitieron subir al transporte público, seguía yendo. A una de sus compañeras le lanzaron cloro y desinfectante. Mi madre también se contagió, le marcó su prima una tarde. Estaba en cama, apenas respirando, pero ella no dejó de ir al hospital. Le gustaba ayudar.

Ahora, más que nunca, recordaba lo que decía su abuelo. “Hoy estamos…”. Y a Lily le dolía admitirlo: mañana quién sabe.

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