El connotado escritor cubano Leonardo Padura (1955) ha escrito ensayo, cuento y sobre todo novela, como ésta -La novela de mi vida- que versa sobre su paisano el poeta José María Heredia, contemporáneo de nuestra guerra de Independencia.
Trata de un exiliado cubano cuya tesis doctoral fue sobre Heredia y procura encontrar su autobiografía desaparecida; como ese gran poeta cubano vivió en México y aquí se desempeñó en la vida pública, nuestro país aparece recurrentemente.
La novela se desarrolla en tres planos temporales: el de Heredia, en las primeras décadas del siglo XIX, el de un hijo suyo, a principios del XX, y el del exiliado, de estos inicios del tercer milenio. Miremos un fragmento vinculado al hoy estado de Morelos, donde quien habla es Heredia:
“Para compensarme, el presidente Guadalupe Victoria insistió en que aceptara el puesto de juez de letras en la muy cercana ciudad de Cuernavaca, y me asignó un digno salario de cinco mil pesos. Allá me fui, contento, y dediqué los días hábiles al trabajo, mientras pasaba los fines de semana en México, en compañía de mi novia, con la que sólo esperaba casarme para llevarla a vivir conmigo. Pero, en medio de aquella recobrada tranquilidad, yo presentía la proximidad de nuevas tormentas y quizá por esa certidumbre la poesía, casi desaparecida por largo tiempo, volvió a visitarme y escribí por esos meses varios poemas dedicados a Jacoba, y también algunas de mis últimas obras de aliento patriótico”.
“Viviendo en esa tregua de paz y poesía llegó septiembre de 1827 y desposé a Jacoba, para darle aquel sentido de realidad que, pensaba, había estado ausente de mi existencia, llena de peripecias impuestas por el destino, más que deseadas o buscadas por mí. Definitivamente real comenzó a ser todo cuando, en los días finales del año, mi esposa me advirtió que estaba embarazada. Lógicamente recordé a Lola por esos días, pero ahora mi vida miraba más hacia el porvenir que hacia el pasado, pues la sentía enrumbada por los senderos de una ansiada normalidad, apenas preocupado por la publicación de mis versos y los afanes por hacer feliz a mi bella y joven esposa, la real, la que cada día me alimentaba y me premiaba con su amor carnal y espiritual, con la que, en las tardes propicias de Cuernavaca, salía a caminar, acompañados por el perro que insistió en tener Jacoba, y al cual bautizamos Hatuey, como el cacique indio asesinado por los conquistadores españoles”.
“El día 16 de septiembre de 1828, en la Plaza Mayor de Cuernavaca, subí a la tribuna para pronunciar un discurso de celebración del aniversario del Grito de la Independencia mexicana. Allí dije -y lo repitieron varios periódicos de la República—: «Jamás olvidemos que la justicia es la base de la libertad; que sin justicia no puede haber paz, y sin paz no puede haber confianza, ni prosperidad ni ventura», y clamé por el respeto a la Constitución y por evitar la orgía política que sobre nosotros se cernía, desde que esa misma mañana se supo que en Jalapa se había levantado contra el Senado el general Santa Anna... A partir de ese instante los acontecimientos se desenvolvieron como un torbellino, por el cual yo mismo fui arrastrado cuando, en mi nueva condición de fiscal del Estado de México, debí empuñar la espada para defender la justicia, pues, a raíz del pronunciamiento militar, un grupo de facinerosos que se hacía llamar «el pueblo», asaltaron y saquearon los comercios de Toluca. Allí, a mi pesar, debí participar en una violenta represión y vi, con mis ojos, horribles escenas de mutilación y muerte”.