/ viernes 8 de noviembre de 2024

[Extranjeros en Morelos] De paso por Puente de Ixtla, Cocoyoc y Amayuca en 1839 (II)

Leamos la segunda parte de las impresiones del primer embajador de España en México, Ángel Calderón de la Barca, durante su paseo por Morelos

El primer embajador de España ante México independiente, Ángel Calderón de la Barca, marido de la famosa británica que adoptó su apellido (y así firmó su libro La vida en México), escribía hacia 1840, con menos amabilidad de la que mostró su esposa madame Calderón:

“Salimos para Miacatlán otra vez. Yo traía un horrible dolor de muelas. Excelente atole que me hizo la nuera de Pérez-Palacio. Excelente recibimiento de aquel buen viejo, cojo, a pesar del dinero que en médi­cos ha gastado”.

“A las 3 de la tarde nos dirigimos de Miacatlán (una de las más bellas, extensas y productivas haciendas de tránsito a la hacienda del Puen­te de Ixtla. Por querer acortar camino nos extraviamos ya muy entrada la noche en un bosque de aromos que dicen muy frecuentado de ladrones. Sa­cáronnos dos indios: pero por ningún dinero quisieron guiarnos hasta el Puente. Fuenos preciso detenernos bajo un puerco portal, rodeados de semi salvajes, a tomar una jícara de una cosa que llamaban cho­colate, en el pueblo de Alpuyeca donde entramos al interminable y ruido­so ladrido de millares de perros de que parece, por la repetición de esta bienvenida en todas partes, que tienen los indios mucha afición. Atrave­samos un río con el agua hasta la barriga los caballos y llegamos tarde al Puente”.

“Pasamos a las 6 de la mañana por una aldea llamada Yautepec, notable por un enorme fresno que hay junto a su iglesia y se divisa a 4 leguas. A las 8 h estábamos comiendo bollos calientes de pan en Yautepec, pueblo que nos pareció bastante bonito. Hasta allí el camino había sido montuoso, escabroso, difícil y rodeado de montañas de cuarzo ferru­ginoso. Desde allí hasta la Hacienda de Cocoyoc, donde llegamos pasan­do por el rancho de San Carlos, el camino es llano”.

“Por la tarde salimos a dar una vuelta a la huerta muy frondosa de naranjos, cuyas calles están sembradas de cafetales, aprovechando así el terreno y formando un hermoso bosque”.

“Hospitalidad como en todas partes. Éramos amigos del dueño D. Juan Goríbar. Estaba allí su familia: éramos algo. ¿Cómo harían los pobres para viajar por aquí si esta hospitalidad al par que la creo uso, no fuese una necesidad?”.

“Descansamos parte del día. Por la tarde fuimos a ver a Casasano cuyo tanque de agua de una grandísima extensión y de mucho cos­te es hermosísimo. A pesar de su mucha profundidad, de seis a ocho va­ras cuando menos, se divisa un alfiler que se arroje al fondo. Mi asno tuvo más valor que yo pues anduvo por sus peligrosos bordes. Goríbar regaló a mi mujer el caballo que le gustaba y con que habíamos hecho esta ca­minata. Recibió el nombre de Cocoyoc y Dios sabe cuánto nos durará y si en la que nos espera no sumarán sus trabajos”.

“Salimos a las 11 de la mañana de Cocoyoc para Santa Clara, la extensa y ponderada hacienda del ordinario rico y avaro D. Eusebio García; como todos los citados ingenios de azúcar, sin árboles, población ni cul­tura. Salimos a las 4 de la mañana. Pasamos por el pueblo de Amayuca. El camino puede hacerse en 6 horas con comodidad. A pesar de la carta que llevaba, pobre recibimiento; porquería hasta causar náuseas; ni buenos cuartos ni camas. Kate Norman se halló en la suya un escorpión; maldita comida en negros y mugrientos manteles: pero el administrador era un joven mejicano: muy hablador muy afectado, llamándose filósofo a sí mismo, una buena muestra de fatuidad y excelentísima de la pereza e indolencia del país; ¡cuan diferente de los honrados, limpios y activos vizcaínos que están al frente de las otras haciendas!”.

Segunda de dos partes.

El primer embajador de España ante México independiente, Ángel Calderón de la Barca, marido de la famosa británica que adoptó su apellido (y así firmó su libro La vida en México), escribía hacia 1840, con menos amabilidad de la que mostró su esposa madame Calderón:

“Salimos para Miacatlán otra vez. Yo traía un horrible dolor de muelas. Excelente atole que me hizo la nuera de Pérez-Palacio. Excelente recibimiento de aquel buen viejo, cojo, a pesar del dinero que en médi­cos ha gastado”.

“A las 3 de la tarde nos dirigimos de Miacatlán (una de las más bellas, extensas y productivas haciendas de tránsito a la hacienda del Puen­te de Ixtla. Por querer acortar camino nos extraviamos ya muy entrada la noche en un bosque de aromos que dicen muy frecuentado de ladrones. Sa­cáronnos dos indios: pero por ningún dinero quisieron guiarnos hasta el Puente. Fuenos preciso detenernos bajo un puerco portal, rodeados de semi salvajes, a tomar una jícara de una cosa que llamaban cho­colate, en el pueblo de Alpuyeca donde entramos al interminable y ruido­so ladrido de millares de perros de que parece, por la repetición de esta bienvenida en todas partes, que tienen los indios mucha afición. Atrave­samos un río con el agua hasta la barriga los caballos y llegamos tarde al Puente”.

“Pasamos a las 6 de la mañana por una aldea llamada Yautepec, notable por un enorme fresno que hay junto a su iglesia y se divisa a 4 leguas. A las 8 h estábamos comiendo bollos calientes de pan en Yautepec, pueblo que nos pareció bastante bonito. Hasta allí el camino había sido montuoso, escabroso, difícil y rodeado de montañas de cuarzo ferru­ginoso. Desde allí hasta la Hacienda de Cocoyoc, donde llegamos pasan­do por el rancho de San Carlos, el camino es llano”.

“Por la tarde salimos a dar una vuelta a la huerta muy frondosa de naranjos, cuyas calles están sembradas de cafetales, aprovechando así el terreno y formando un hermoso bosque”.

“Hospitalidad como en todas partes. Éramos amigos del dueño D. Juan Goríbar. Estaba allí su familia: éramos algo. ¿Cómo harían los pobres para viajar por aquí si esta hospitalidad al par que la creo uso, no fuese una necesidad?”.

“Descansamos parte del día. Por la tarde fuimos a ver a Casasano cuyo tanque de agua de una grandísima extensión y de mucho cos­te es hermosísimo. A pesar de su mucha profundidad, de seis a ocho va­ras cuando menos, se divisa un alfiler que se arroje al fondo. Mi asno tuvo más valor que yo pues anduvo por sus peligrosos bordes. Goríbar regaló a mi mujer el caballo que le gustaba y con que habíamos hecho esta ca­minata. Recibió el nombre de Cocoyoc y Dios sabe cuánto nos durará y si en la que nos espera no sumarán sus trabajos”.

“Salimos a las 11 de la mañana de Cocoyoc para Santa Clara, la extensa y ponderada hacienda del ordinario rico y avaro D. Eusebio García; como todos los citados ingenios de azúcar, sin árboles, población ni cul­tura. Salimos a las 4 de la mañana. Pasamos por el pueblo de Amayuca. El camino puede hacerse en 6 horas con comodidad. A pesar de la carta que llevaba, pobre recibimiento; porquería hasta causar náuseas; ni buenos cuartos ni camas. Kate Norman se halló en la suya un escorpión; maldita comida en negros y mugrientos manteles: pero el administrador era un joven mejicano: muy hablador muy afectado, llamándose filósofo a sí mismo, una buena muestra de fatuidad y excelentísima de la pereza e indolencia del país; ¡cuan diferente de los honrados, limpios y activos vizcaínos que están al frente de las otras haciendas!”.

Segunda de dos partes.

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