/ viernes 25 de octubre de 2024

[Extranjeros en Morelos] "Cuando la bola de los zapatistas entró en el pueblo"

En esta ocasión leamos un fragmento de la novela La luna muere con agua, del catalán Agustí Bartra

El catalán Agustí Bartra, obrero textil republicano, exiliado en México casi 30 años, escribió en 1968 la novela La luna muere con agua. Su protagonista es Braulio Solar, viejo leñador, otrora combatiente zapatista. Leamos un fragmento:

“Golondrino, como perro, era tan viejo como él, que no sabía cuántos años tenía, ni había modo de saberlo porque cuando la bola de los zapatistas entró en el pueblo, en los primeros tiempos de la Revolución, hubo un gran mitote, y algunos se metieron en la iglesia, y al otro día San Diego amaneció descabezado, y quemaron montones de papeles y registros en medio de la plaza, y se llevaron la campana para fundirla y hacer balas: la echaron campanario abajo, y del gran trancazo quedó rajada, no rebotó porque la tierra estaba húmeda, sólo hizo ¡clong! y se abrió como una granada”.

“El gallo cantó por segunda vez [...] Se llevaron pues una cabeza y una campana, sin con­tar las muchachas, aunque la verdad es que casi todas ellas se fueron con gusto. La campana no regresó nunca, pero la cabeza, sí. Y algunas de las muchachas, con los vientres hinchados, entre ellas Angela, que solo contaba con cator­ce años entonces, pero ya le brincaban los pechos y tenía una luz encharcada en los ojos. Siempre le había gustado Angela Valles, desde chamaco, y cada vez que se encontra­ba con ella sentía una especie de ansia dulce en los aden­tros, como si tuviera el corazón sumido en el ojo de agua [...]”.

“La aurora había empezado a derramarse por las lade­ras de los volcanes cuando Braulio, que estaba ordeñando la vaca en el patio de su casa, se detuvo para escuchar. El ruido de los cascos se iba acercando, en un rítmico repi­queteo de galope que de pronto se convirtió en trote, hierro de las herraduras chocando contra las piedras de agua encajadas, a trechos regulares, en el suelo en pendiente de la calle para que no se atascaran las carretas en la estación lluviosa. Los oyó pasar por delante de la casa. Luego detenerse un momento en la esquina, doblar hacia la derecha y seguir calle arriba. Eran cinco: uno delante y cuatro atrás, a una distancia de diez varas. Golondrino ladraba furiosa­mente junto al portal. Ya suponía lo que andaban buscan­do. Faltaba saber de dónde venían. El sol puso una mano de oro sobre el anca izquierda de la vaca, encostrada de estiércol”.

“Siguió ordeñando. Pero al oír de nuevo el sonar de los cascos fue a entreabrir la puerta y esperó, mientras el pe­rro seguía ladrando. Los oyó detenerse, y en seguida la voz:-Abre”.

“Salió a la calle. Eran cinco: cuatro en hilera, con las monturas casi rozando el muro con sus colas, inmóviles y como ausentes sin mirar, ni duros ni amenazadores ni suspicaces, hombres jóvenes, entre veinte y treinta años, montados en yeguas en cuyos arzones se veían las carabinas, erguidos en una especie de tranquila disponibilidad que dependía completamente de la voz y la voluntad del que, delante de ellos, montaba la yegua overa, y a quien Braulio aún no había mirado.-Tierra y libertad. Caballos”.

“Braulio dejó de mirar la estrella de hierro de la espuela y empezó a recorrer con los ojos la larga y delgada pierna del jinete que, en la rodilla, casi formaba ángulo recto con el muslo, sobre el que descansaba una mano vigorosa de dedos cortos cubiertos de vello rubio, las cartucheras ter­ciadas sobre la camisa de un color rojo descolorido, y se detuvieron en un rostro alargado, de pómulos salientes y grandes ojos azules que clavaron en los suyos una intensidad interrogadora y, al mismo tiempo, una especie de leve alegría, porque habían comprendido ya".

El catalán Agustí Bartra, obrero textil republicano, exiliado en México casi 30 años, escribió en 1968 la novela La luna muere con agua. Su protagonista es Braulio Solar, viejo leñador, otrora combatiente zapatista. Leamos un fragmento:

“Golondrino, como perro, era tan viejo como él, que no sabía cuántos años tenía, ni había modo de saberlo porque cuando la bola de los zapatistas entró en el pueblo, en los primeros tiempos de la Revolución, hubo un gran mitote, y algunos se metieron en la iglesia, y al otro día San Diego amaneció descabezado, y quemaron montones de papeles y registros en medio de la plaza, y se llevaron la campana para fundirla y hacer balas: la echaron campanario abajo, y del gran trancazo quedó rajada, no rebotó porque la tierra estaba húmeda, sólo hizo ¡clong! y se abrió como una granada”.

“El gallo cantó por segunda vez [...] Se llevaron pues una cabeza y una campana, sin con­tar las muchachas, aunque la verdad es que casi todas ellas se fueron con gusto. La campana no regresó nunca, pero la cabeza, sí. Y algunas de las muchachas, con los vientres hinchados, entre ellas Angela, que solo contaba con cator­ce años entonces, pero ya le brincaban los pechos y tenía una luz encharcada en los ojos. Siempre le había gustado Angela Valles, desde chamaco, y cada vez que se encontra­ba con ella sentía una especie de ansia dulce en los aden­tros, como si tuviera el corazón sumido en el ojo de agua [...]”.

“La aurora había empezado a derramarse por las lade­ras de los volcanes cuando Braulio, que estaba ordeñando la vaca en el patio de su casa, se detuvo para escuchar. El ruido de los cascos se iba acercando, en un rítmico repi­queteo de galope que de pronto se convirtió en trote, hierro de las herraduras chocando contra las piedras de agua encajadas, a trechos regulares, en el suelo en pendiente de la calle para que no se atascaran las carretas en la estación lluviosa. Los oyó pasar por delante de la casa. Luego detenerse un momento en la esquina, doblar hacia la derecha y seguir calle arriba. Eran cinco: uno delante y cuatro atrás, a una distancia de diez varas. Golondrino ladraba furiosa­mente junto al portal. Ya suponía lo que andaban buscan­do. Faltaba saber de dónde venían. El sol puso una mano de oro sobre el anca izquierda de la vaca, encostrada de estiércol”.

“Siguió ordeñando. Pero al oír de nuevo el sonar de los cascos fue a entreabrir la puerta y esperó, mientras el pe­rro seguía ladrando. Los oyó detenerse, y en seguida la voz:-Abre”.

“Salió a la calle. Eran cinco: cuatro en hilera, con las monturas casi rozando el muro con sus colas, inmóviles y como ausentes sin mirar, ni duros ni amenazadores ni suspicaces, hombres jóvenes, entre veinte y treinta años, montados en yeguas en cuyos arzones se veían las carabinas, erguidos en una especie de tranquila disponibilidad que dependía completamente de la voz y la voluntad del que, delante de ellos, montaba la yegua overa, y a quien Braulio aún no había mirado.-Tierra y libertad. Caballos”.

“Braulio dejó de mirar la estrella de hierro de la espuela y empezó a recorrer con los ojos la larga y delgada pierna del jinete que, en la rodilla, casi formaba ángulo recto con el muslo, sobre el que descansaba una mano vigorosa de dedos cortos cubiertos de vello rubio, las cartucheras ter­ciadas sobre la camisa de un color rojo descolorido, y se detuvieron en un rostro alargado, de pómulos salientes y grandes ojos azules que clavaron en los suyos una intensidad interrogadora y, al mismo tiempo, una especie de leve alegría, porque habían comprendido ya".

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