Abandono lentamente los brazos de Morfeo, entumecida, y abro los ojos como rendija que no quiere dejarse deslumbrar con la luz de la nueva realidad. Mi cama tampoco se mueve, ya no me abraza como antaño y se incrusta en mis costillas, no por hacerme daño, sólo quiere llamar mi atención de esta manera; tiene tanto que contar esta cama: risas, lágrimas, fiebres, orgasmos e interminables horas de lectura; eso fue lo que escribió su historia día a día, contuvo mi existencia cada vez y ahora.
Las miniaturas se insubordinan y se niegan a entrar en las cajas, las persigo por todos lados donde se esconden y algunas terminan divertidas detrás de los cuadros retadores con su larga existencia y sus magníficos colores.
Los sillones me observan silenciosos y tiran, pesarosos, sus cojines al suelo. Saben que con su silencio sepulcral me rompo en mil pedazos y, entonces, me sostengo de las paredes confundidas repletas de notas musicales que ya no saben a dónde ir y que están todavía llenas de pasión.
Las guitarras sonríen, porque ellas sí saben su triunfal destino y guardan presurosas en sus estuches, para mejor momento, las notas que todavía no han sido compuestas.
Las altivas rosas del jardín han dado la espalda, ellas seguirán siendo siempre bellas, adornando la ventana, aunque no importa quién las mire a partir de ahora; y las comprendo, ellas son así, como la pequeña rosa del Principito.
El olor de la cocina se ha escondido mientras se guardaban sus cuchillos y sus ollas uno a uno; no quiso dejar más huella de su existencia de esas mañanas apresuradas con aroma de café y las tardes soleadas en la mesa rasposa del jardín; no quiso dejar impregnado su olor a pan de plátano y mermelada de naranja amarga, de los eternos entomatados enamorados de la albahaca, del pan de ajo y aceite de oliva, de los deliciosos y extraños jugos de la infancia, del cereal de trigo un día no cocido que rompía los dientes, del sabor de Nutella en los bolillos para la mochila y la eterna, siempre eterna pasta “nutritiva” de Shayá Michán. Se ha llevado sus mil sabores dulces y salados y muchas veces agridulces.
La pelotita de la matatena gabacha ha dejado por fin su viejo juego y sale de su escondite apresurada y sin decírselo a nadie, da un enorme salto y se mete en una bolsa. Los pocos platos que aún quedan en su sitio, se abrazan a sus hermanas tazas ante la inminente orfandad que se avecina.
Todas las puertas rechinan como rugido de amor y se despiden de par en par. La mesa del comedor, ahora desnuda, sin sus atavíos que la adornaban de todas las maneras posibles y muchas veces imperial, otrora escritorio con sus mil documentos que arreglaban al mundo, recibe la luz que penetra a través del vitral; luz que exhibe espléndida la transparencia de sus colores que delinean las figuras de unos hermosos pájaros exóticos que cantan al viento detenidos en sus troncos y lanza su última cálida caricia.
Los recuerdos están todos fraccionados, cada uno se ha metido en una maleta distinta y tal vez algún día se reencuentren para hablar de su pasado.
El ciprés. El ciprés es otra cosa, solemne y estilizado como siempre, se sabe necesario en la esquina del antes verde jardín como digno representante de la lejana Toscana, rodeado de las encendidas bugambilias; no reclama nada, nada hay que reclamar.
¡Cuántas veces escuchó hablar que en la vida siempre hay que cerrar ciclos! Pues bien, los ciclos al final del día se obscurecen, se humedecen, se estiran, se aplastan, se pisan, se aman, se odia, pero, eso sí, siempre se acaban.
No es el caso de volvernos a ver, esta vez es para siempre.