/ viernes 17 de junio de 2022

Un cuento de alcaldes…

Érase una vez un estado que tenía 36 alcaldes, algunos entregaban hornos, otros pavimentaban calles. Había los que administraban bien sus ciudades aunque a veces se caían de los puentes. Otros no eran tan hábiles porque el voto popular a veces se equivoca. Pero todos compartían una pobreza terrible en las arcas de sus municipios, el temor a los grupos de maleantes que asolaban cada región, y a un jerarca que no asimilaba la importancia de los municipios en la gobernabilidad del territorio.

No eran tiempos sencillos, a alguien se le había ocurrido que la austeridad era un sinónimo de tacañería; otros retenían los recursos para los municipios por tiempo indefinido y hasta se dedicaban a invadir las funciones de los ayuntamientos; pero el problema mayor es que no tenían cómo enfrentar a los villanos que incluso llegaban a apoderarse de áreas enteras de la administración pública.

Al jerarca del estado se le había ocurrido desde hacía tiempo renovar un sistema viejo de vigilancia que comandaba uno de los suyos. Como creía que ese sistema viejo era insuficiente, decidió maquillarlo y cambiarle el nombre. Algunos de los alcaldes, sometidos por su pobreza, tuvieron que someterse al modelo de vigilancia que, a pesar de su propaganda, reportaba cada vez peores resultados. Pero hubo uno, el de la más grande comarca, que decidió salir del esquema y armar una estrategia propia.

El experimento ayudaba a tener una medida de contraste, podría ser que la vigilancia del jerarca fuera un fracaso, lo que se demostraría si al alcalde rebelde le resultaba una nueva estrategia, o podría ser que tampoco eso funcionara, lo que implicaría que la falla era mucho más grande que la posibilidad de contención de todos los jerarcas y alcaldes del estado.

Como los villanos estaban en todas partes, la estrategia del alcalde tampoco parecía funcionar al principio. Mientras la del jerarca seguía de fracaso en fracaso, de cuando en cuando en otras partes o con otros policías, se capturaban algunos de los maleantes, pero los crímenes contra la comarca seguían todos los días.

A diferencia del jerarca, el alcalde veía que sus esfuerzos eran insuficientes, estaba más cerca de la gente que le reclamaba por el daño que hacían los maleantes aquellos, no se conformaba con los resultados mínimos que le presentaban sus colaboradores. Entonces sugirió que tendría que revisarse todo lo que se estaba haciendo y modificarse lo que no funcionaba, ampliar los patrullajes, involucrar a los vecinos, mejorar la vigilancia y, seguir intentando dar resultados, lo que probablemente era más sencillo que defender algo deficiente o de plano inservible.

No era una decisión sencilla, porque el alcalde, igual que el jerarca, tenían asesores que les repetían de un hechizo que, según ellos, distinguía a los de su clase real de la plebe a la que gobernaban, el “costo político”, una cosa extraña que les impedía reconocer errores para seguir siendo de sangre real. Por ese encantamiento, nadie tomaba decisiones obvias que comprometieran algún dicho anterior, por insulso que fuera. Había algunos que pensaban incluso, y esto consta en el mester de juglaría de aquél tiempo, que los hechizos eran obra de los propios villanos a quienes convenía que los gobernantes vivieran en el error.

La diferencia siempre fue esa. Mientras el jerarca temía romper el encantamiento, el alcalde rompió el hechizo y esa simple acción tuvo un ejemplo mágico sobre muchos de los habitantes de la comarca, que se fueron involucrando poco a poco, con opiniones y acciones al plan para combatir a los malandros.

Como los hechos del cuento ocurrieron no hace tanto tiempo, aún no conocemos el final, pero la moraleja está ahí para quienes puedan entenderla.

@martinellito

dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

Érase una vez un estado que tenía 36 alcaldes, algunos entregaban hornos, otros pavimentaban calles. Había los que administraban bien sus ciudades aunque a veces se caían de los puentes. Otros no eran tan hábiles porque el voto popular a veces se equivoca. Pero todos compartían una pobreza terrible en las arcas de sus municipios, el temor a los grupos de maleantes que asolaban cada región, y a un jerarca que no asimilaba la importancia de los municipios en la gobernabilidad del territorio.

No eran tiempos sencillos, a alguien se le había ocurrido que la austeridad era un sinónimo de tacañería; otros retenían los recursos para los municipios por tiempo indefinido y hasta se dedicaban a invadir las funciones de los ayuntamientos; pero el problema mayor es que no tenían cómo enfrentar a los villanos que incluso llegaban a apoderarse de áreas enteras de la administración pública.

Al jerarca del estado se le había ocurrido desde hacía tiempo renovar un sistema viejo de vigilancia que comandaba uno de los suyos. Como creía que ese sistema viejo era insuficiente, decidió maquillarlo y cambiarle el nombre. Algunos de los alcaldes, sometidos por su pobreza, tuvieron que someterse al modelo de vigilancia que, a pesar de su propaganda, reportaba cada vez peores resultados. Pero hubo uno, el de la más grande comarca, que decidió salir del esquema y armar una estrategia propia.

El experimento ayudaba a tener una medida de contraste, podría ser que la vigilancia del jerarca fuera un fracaso, lo que se demostraría si al alcalde rebelde le resultaba una nueva estrategia, o podría ser que tampoco eso funcionara, lo que implicaría que la falla era mucho más grande que la posibilidad de contención de todos los jerarcas y alcaldes del estado.

Como los villanos estaban en todas partes, la estrategia del alcalde tampoco parecía funcionar al principio. Mientras la del jerarca seguía de fracaso en fracaso, de cuando en cuando en otras partes o con otros policías, se capturaban algunos de los maleantes, pero los crímenes contra la comarca seguían todos los días.

A diferencia del jerarca, el alcalde veía que sus esfuerzos eran insuficientes, estaba más cerca de la gente que le reclamaba por el daño que hacían los maleantes aquellos, no se conformaba con los resultados mínimos que le presentaban sus colaboradores. Entonces sugirió que tendría que revisarse todo lo que se estaba haciendo y modificarse lo que no funcionaba, ampliar los patrullajes, involucrar a los vecinos, mejorar la vigilancia y, seguir intentando dar resultados, lo que probablemente era más sencillo que defender algo deficiente o de plano inservible.

No era una decisión sencilla, porque el alcalde, igual que el jerarca, tenían asesores que les repetían de un hechizo que, según ellos, distinguía a los de su clase real de la plebe a la que gobernaban, el “costo político”, una cosa extraña que les impedía reconocer errores para seguir siendo de sangre real. Por ese encantamiento, nadie tomaba decisiones obvias que comprometieran algún dicho anterior, por insulso que fuera. Había algunos que pensaban incluso, y esto consta en el mester de juglaría de aquél tiempo, que los hechizos eran obra de los propios villanos a quienes convenía que los gobernantes vivieran en el error.

La diferencia siempre fue esa. Mientras el jerarca temía romper el encantamiento, el alcalde rompió el hechizo y esa simple acción tuvo un ejemplo mágico sobre muchos de los habitantes de la comarca, que se fueron involucrando poco a poco, con opiniones y acciones al plan para combatir a los malandros.

Como los hechos del cuento ocurrieron no hace tanto tiempo, aún no conocemos el final, pero la moraleja está ahí para quienes puedan entenderla.

@martinellito

dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx