/ viernes 5 de noviembre de 2021

Todas las familias felices

“Todas las familias felices se parecen. Pero las infelices son únicas a su manera”; así escribió Tolstoi uno de los inicios más ilustres en la literatura.

Ana Karenina fue concebida principalmente como una crítica al conservadurismo de la sociedad burguesa en Rusia hacia finales del siglo XIX. No sólo se basaba en los convencionalismos de la vida cotidiana o evidenciar el moralismo que sufría cada persona. El trasfondo de la obra no es simplemente la decadencia de estereotipos bien elaborados sino la escisión libertad que muchos sufren en los mismos.

La trama se forma cuando la protagonista intenta ir más allá de lo establecido, rompiendo el canónico papel impuesto como madre y esposa, y renuncia a todo para huir con su amante. Decir que es una novela de amor y fatalismo es harto reduccionista; no es de sacrificios resarcidos, sino sobre estigmas imperdonables, que no siempre son entendidos en el momento, pero que siempre gravitan con pesadez. Hablar de Ana Karenina no es pronunciarse sólo en el papel de la mujer y la escasa libertad que poseía, sino la importancia, acaso mandato, con que la familia debe estructurarse según la sociedad.

La novela sigue vigente porque las discusiones sobre valores familiares y los roles que debe componer cada integrante siempre son actuales. Sin ir más lejos, las cejas siguen levantándose cuando una mujer decide realizar su proyecto de vida, y este no contiene ser madre o esposa a la vieja usanza. Pero eso sólo es el principio de las controversias de lo que debe ser una familia y las cosas que se supone deberían ocurrir.

Recientemente la discusión comenzó a girar en torno a la adopción en matrimonios homoparentales y la indignación de muchos no fue reprimida. El cuestionamiento es bastante juicioso: por una parte, sigue existiendo el prejuicio sobre el posible abuso sexual por parte de la pareja; otros articulan el papel de la madre, al parecer imprescindible, que puede generar confusión en el infante; algunos mencionan el maltrato que este puede sufrir por burlas de otros. En sí, la mayoría sigue basándose en la arbitrariedad de tabúes.

La realidad es que la mayoría de los niños tienen pocas posibilidades para ser adoptados; apenas el quince por ciento logra volver a formar parte de una familia, ya que es muy difícil después de los siete años. Sin mencionar que muchos provienen de situaciones de pobreza y violencia, teniendo que ser separados de ese entorno, o simplemente fueron abandonados. Muchos reconocen tal situación y defienden su postura. Después de eventos traumáticos es bastante difícil integrarse a una vida normal. No obstante, eso no impide que las personas encuentren motivos para discrepar. Pero el verdadero altercado se encuentra en la intolerancia.

Aunque las situaciones cambian la esencia de las controversias apenas varía poco. Sigue hablándose de la decadencia de valores y la pérdida de las buenas costumbres. Las personas desean el progreso de la modernidad, pero son incapaces de aceptar una realidad que avanza más rápido que sus prejuicios. Creen en el principio de la igualdad, pero rechazan el derecho a ser diferente. El miedo vuelve a las personas intolerantes.

Cuando Tolstoi decía que todas las familias felices se parecen se refería, tenazmente, a la vulgaridad con que se imponen los estereotipos. A sí mismo, cuando expresaba que sólo las infelices son únicas su manera, eludía a reconocer que la libertad de ser uno mismo suele coincidir con la ruptura de lo establecido. Ahora, la similitud no es sobre los roles que comparten e integran a esta: sino su diversidad.


“Todas las familias felices se parecen. Pero las infelices son únicas a su manera”; así escribió Tolstoi uno de los inicios más ilustres en la literatura.

Ana Karenina fue concebida principalmente como una crítica al conservadurismo de la sociedad burguesa en Rusia hacia finales del siglo XIX. No sólo se basaba en los convencionalismos de la vida cotidiana o evidenciar el moralismo que sufría cada persona. El trasfondo de la obra no es simplemente la decadencia de estereotipos bien elaborados sino la escisión libertad que muchos sufren en los mismos.

La trama se forma cuando la protagonista intenta ir más allá de lo establecido, rompiendo el canónico papel impuesto como madre y esposa, y renuncia a todo para huir con su amante. Decir que es una novela de amor y fatalismo es harto reduccionista; no es de sacrificios resarcidos, sino sobre estigmas imperdonables, que no siempre son entendidos en el momento, pero que siempre gravitan con pesadez. Hablar de Ana Karenina no es pronunciarse sólo en el papel de la mujer y la escasa libertad que poseía, sino la importancia, acaso mandato, con que la familia debe estructurarse según la sociedad.

La novela sigue vigente porque las discusiones sobre valores familiares y los roles que debe componer cada integrante siempre son actuales. Sin ir más lejos, las cejas siguen levantándose cuando una mujer decide realizar su proyecto de vida, y este no contiene ser madre o esposa a la vieja usanza. Pero eso sólo es el principio de las controversias de lo que debe ser una familia y las cosas que se supone deberían ocurrir.

Recientemente la discusión comenzó a girar en torno a la adopción en matrimonios homoparentales y la indignación de muchos no fue reprimida. El cuestionamiento es bastante juicioso: por una parte, sigue existiendo el prejuicio sobre el posible abuso sexual por parte de la pareja; otros articulan el papel de la madre, al parecer imprescindible, que puede generar confusión en el infante; algunos mencionan el maltrato que este puede sufrir por burlas de otros. En sí, la mayoría sigue basándose en la arbitrariedad de tabúes.

La realidad es que la mayoría de los niños tienen pocas posibilidades para ser adoptados; apenas el quince por ciento logra volver a formar parte de una familia, ya que es muy difícil después de los siete años. Sin mencionar que muchos provienen de situaciones de pobreza y violencia, teniendo que ser separados de ese entorno, o simplemente fueron abandonados. Muchos reconocen tal situación y defienden su postura. Después de eventos traumáticos es bastante difícil integrarse a una vida normal. No obstante, eso no impide que las personas encuentren motivos para discrepar. Pero el verdadero altercado se encuentra en la intolerancia.

Aunque las situaciones cambian la esencia de las controversias apenas varía poco. Sigue hablándose de la decadencia de valores y la pérdida de las buenas costumbres. Las personas desean el progreso de la modernidad, pero son incapaces de aceptar una realidad que avanza más rápido que sus prejuicios. Creen en el principio de la igualdad, pero rechazan el derecho a ser diferente. El miedo vuelve a las personas intolerantes.

Cuando Tolstoi decía que todas las familias felices se parecen se refería, tenazmente, a la vulgaridad con que se imponen los estereotipos. A sí mismo, cuando expresaba que sólo las infelices son únicas su manera, eludía a reconocer que la libertad de ser uno mismo suele coincidir con la ruptura de lo establecido. Ahora, la similitud no es sobre los roles que comparten e integran a esta: sino su diversidad.