Las circunstancias que envolvieron el paso del huracán Otis la semana pasada por Acapulco son el peor escenario al que se puede enfrentar un gobierno. Un fenómeno natural de consecuencias devastadoras cuyo efecto se concentra en una zona aislada, de muy alta densidad poblacional, sin cultura de la prevención y con un gobierno débil infiltrado por el crimen organizado.
Acapulco cuenta con cerca de un millón de habitantes, si sumamos la población de los otros cinco municipios afectados se cierra el número. Aislado geográficamente, todos los accesos pasan por cuellos de botella: electricidad, telefonía, internet, comunicaciones aéreas, terrestres y marítimas.
El desmantelamiento de la administración pública federal que ha realizado la mal llamada cuarta transformación con el fin de reasignar los recursos a sus elefantes blancos tocó fondo. El Centro Nacional de Prevención de Desastes no tuvo capacidad de respuesta y aunque existió una ventana de casi 24 horas para alertar a la población, no emitieron ningún comunicado. Ni la Cruz Roja ni los servicios de emergencia locales estaban preparados. Ni el ejército ni la marina se reforzaron para las labores de seguridad y rescate subsecuentes.
Los hospitales no trasladaron a sus pacientes a otras localidades y cuando lo hicieron fue de forma tan desordenada que no le avisaron a los parientes. Cinco horas antes de la crisis seguían llegando vuelos comerciales al aeropuerto. La vida nocturna procedió de manera habitual en la zona turística. No se prepararon rutas de evacuación ni se organizó al transporte público para esa tarea. No se emitieron llamados a la población para resguardarse ni se tenía un plan de qué hacer al día siguiente.
En cuanto a la coordinación entre los tres órdenes de gobierno, todos quedaron a deber. El presidente anunció que el bólido tocaría costa a las 4 am cuando las proyecciones indicaban la media noche. La gobernadora de Guerrero decidió salir del estado el mismo día que el huracán tocaba costa. La presidenta municipal de Acapulto todavía no acaba de entender qué pasó.
Las consecuencias están allí, destrucción de más del 80% de la infraestructura turística, más de 200 mil viviendas afectadas, un número indeterminado de desaparecidos, innumerables muertos todavía bajo los escombros y en el mar, escases de agua potable y alimentos, pillaje y violencia incontrolables. Los primeros sondeos publicados por Massive Caller indican que nueve de cada diez encuestados no ha recibido ningun tipo de apoyo, que siete de cada diez de sus viviendas presentan daños graves, que la mitad ha sido víctima de rapiña y que dos de cada diez perdió a un familiar o conocido.
Ante la magnitud de los daños, no hubo nunca ninguna posibilidad que el gobierno pudiera atenderlos por su cuenta. Menos ahora que desfondaron el Fonden. Por su lado, la sociedad, solidaria como siempre, se organizó inmediatamente. Al siguiente día se habilitaron miles de puntos de acopio por todo el país pero, para sorpresa de todos, se impidió el libre tránsito por las carreteras que comunican con el puerto dando lugar a la confiscación de los bienes.
Un particular promovió un juicio de amparo ante esos actos de autoridad, juicio que ya fue resuelto a su favor. La obediencia del gobierno a este mandato judicial ha sido parcial. Libera el tránsito por las carreteras pero impide, todavía, que los productos se entreguen libremente, obligando a su entrega al ejército para la distribución final.
Como bien sabe el Dr. López Gatell, los muertos no votan, pero sus familiares sí. Si no es por ética del servicio público, que sea entonces por su propio interes que el gobierno considere la pérdida de valor político que están generando sus acciones. Tantas restricciones despiertan dudas. Las dudas no resueltas generan desconfianza. Y nadie vota por alguien en quien desconfía.
Por cierto, ¿ya revisaron la vigencia de su credencial del INE? México nos necesita.
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