Los efectos nocivos de la violencia verbal, la radicalización de posturas entre grupos políticos, la inseguridad, la terrible impunidad, han formado un coctel terrible en que incluso los funcionarios públicos están empezando a sufrir. Poco a poco, alcaldes, síndicos, diputados y otros burócratas de alto nivel, han aumentado su seguridad personal o toman medidas de prevención frente a amenazas o ambientes que consideran de riesgo.
El ataque a Ericka García Zaragoza, diputada del PT, probablemente volvió más sensibles a los políticos en cuanto al riesgo que enfrentan (para muchos similar al que padecen cientos de miles de morelenses todos los días), y los ha vuelto más sensibles sobre las medidas de protección que deben emprender.
El alcalde de Cuernavaca, Antonio Villalobos, ha denunciado desde que fue candidato electo, una serie de amenazas en su contra que han alterado en diversas ocasiones su agenda. La síndico municipal, Marisol Becerra, ha redoblado su cuerpo de seguridad en los últimos días. En otros municipios se presentan casos similares. Evaluar la justicia de la seguridad personal para funcionarios públicos es un absurdo; por supuesto que lo ideal es que toda la población estuviera bien cuidada, en los hechos es imposible incluso brindar seguridad personal a todos los funcionarios públicos.
En el mejor de los casos, que también sería el que más descomposición social representa, las amenazas que reciben los funcionarios públicos vendrían de sujetos que buscan crear ambientes de pánico y no, como se presumiría en los casos más terribles, serían reales peligros que provinieran de grupos organizados de criminales o de opositores políticos. Todo apunta a que, como las amenazas de bomba, la mayor parte de las advertencias que reciben los políticos actuales son falsas y buscan sólo enrarecer el ambiente político del estado.
El discurso violento y de diatriba que algunos funcionarios públicos han esgrimido en los últimos meses contribuye a que estas amenazas se perciban como más peligrosas, en tanto podrían ser parte del intercambio violento entre los grupos políticos o sus seguidores que, envalentonados por los insultos, decidan llevar el asunto a terrenos más instrumentales. Probablemente por ello algunos de los múltiples grupos y alianzas políticas que perviven en el estado hayan tomado la sabia decisión de eliminar el encono y dedicarse, por fin, a trabajar dejando que sus acciones hablen por ellos. Esta modificación que aparenta ser cualquier cosa, podría convertirse en herramienta definitiva para aligeras un ambiente excesivamente contaminado por rivalidades y miedos que se han convertido en odios.
Hablar de renovar el pacto social, como hace la Senadora Lucía Meza, parece prudente, aunque para ello se requiere una suma de voluntades que por el momento no parece existir. Uno de los principales componentes para construir la paz es la confianza, y es justamente esa la que se ha extraviado en la clase política (curioso porque la gente tampoco confía en ellos). En términos de manual de comunicación, lo primero que debe hacerse para recuperar la confianza es retirar todo aquello que se percibe como amenaza. Uno de los principales motivos de sospecha entre los políticos (y por consiguiente, de los primeros estorbos para renovar el pacto social) es la repartición de los espacios de poder. Esa tarea no fue hecha por el mosaico ideológico y de intereses que ganó la elección de julio pasado, sin ese acuerdo adicional al triunfo democrático resulta muy difícil construir la confianza. El problema es que esa colección de sospechas sobre el otro suele traducirse en miedos que llevan a la intolerancia y la violencia.