Parece que el revisionismo va a ponerse de moda, ya no como una reinterpretación de la narrativa común de los hechos del pasado; sino como una afanosa búsqueda reivindicatoria. La fijación aparente con el pasado remoto que parecieran tener algunos corifeos del gobierno federal, y con el pasado reciente que se mantiene como un leitmotiv del discurso del Ejecutivo estatal, son naturales en tanto la legitimación de sus posiciones y su respaldo popular se da justo en la gesta, para ellos heroica, contra un pasado ominoso –según su percepción- frente al que ellos representan una suerte de verdad triunfante.
Cualquiera diría “pues ya ganaron, que se pongan a trabajar”, y es una de las vías, quizá la más complicada, para el éxito gubernamental. Pero más allá de si se hace o no un trabajo verdadero a favor de los ciudadanos, cualquier comunicador político sabe que, en la vida dramática de hoy, es necesario crear enemigos, siempre artificiales, para después descabezarlos. Las políticas públicas efectivas son extraordinarias para evaluar un buen gobierno, pero cuando no se tienen, o si es muy pronto para ofrecer resultados, siempre queda el discurso maniqueo que facilita a la plebe la comprensión de conceptos y el respaldo a quienes, apropiados del discurso, se pintan siempre como los buenos. Siempre queda la salida de decir “nosotros nos equivocamos, pero ¿qué tal Hitler?”.
El analista del discurso político descubre estas figuraciones y se preocupa, obviamente, en tanto las mayores tragedias históricas serán siempre usadas para paliar escandalosos fracasos. Así, la referencia a las graves fechorías del pasado tiende a ocultar la falta de resultados en las políticas presentes. No decimos que los gobiernos, federal o estatal, sean el caso, aunque históricamente ha sido así.
La recurrencia obsesiva al pasado ominoso, real o figurado, es preocupante especialmente cuando se convierte en la columna que vertebra todo el discurso político. La constancia con que una parte del gobierno mira atrás y acusa, duplica, repite, reitera, insiste, rehace las mismas acusaciones, pese a las intenciones, no resulta para nada reivindicatoria en tanto no se acompaña con hechos presentes. Hubo hechos terribles en el pasado y el presente y futuro debieran estar vacunados contra episodios similares, esa sería una reivindicación, mucho más si se acompaña de la sanción para tales o cuales crímenes del pasado, siempre que el responsable sea un sujeto sancionable, cinco siglos después no sirve).
Así que la fijación con los hechos del pasado es preocupante en tanto no hay una línea de pensamiento siquiera que se haya dado a la tarea de cómo evitar, desde el poder, que los hechos abominables no se repitan, y por el contrario, ha servido como medio para ocultar evidentes ausencias políticas, y abrir frentes de diferendo que resultan totalmente injustificados, además de absolutamente innecesarios.
Si se trata de revisar la historia, remota y reciente, bien podría considerarse un aporte que más allá de la simple traducción maniquea, nos permitiera un andamiaje para construir una sociedad en que no ocurran atrocidades como en el pasado; es decir, aprender de la historia realmente para no repetir las aberraciones. De otra forma, la obsesión tiene tintes de propaganda, de espectáculo, de distractor. Ni la corrupción, ni la violencia, ni la guerra, son asuntos que debieran ser tratados con tal simpleza; tampoco son reductibles al discurso de quienes, hábiles pero sin talento, tratan de hacer ver todo como una lucha entre los buenos que siempre son buenos, y los malos que a veces son peores.