/ viernes 15 de abril de 2022

Lo que me atrevo a pensar

Queridos lectores, reconozco que no toda influencia extranjera nos ha perjudicado en nuestros pasos por encontrar las raíces perdidas durante la conquista. Tenemos un país tan diverso, que debemos sentirnos orgullosos de cada fracción del riquísimo mosaico cultural del país entero. Visiten el Museo Nacional de Antropología y admiren la gran maqueta de lo que fue México-Tenochtitlan. O conozcan pirámides, Chichén Itzá es una de las siete maravillas del mundo moderno.

Qué me dicen del virreinato español que nos legó conventos, palacios y entre otros, al formidable arquitecto, ingeniero y escultor valenciano Manuel Tolsá (1757-1816) que desarrolló todo su talento en la Nueva España -aquí quedó encargado casi hasta su muerte de la Academia de San Carlos-. Detallo algunos de sus logros: La conclusión de la Catedral Metropolitana, el Palacio de Minería, el hoy Museo de San Carlos, el Palacio del marqués del Apartado. La construcción, frente al Templo Mayor, del Palacio donde viviría Fernando VII de llegar a México; el Altar principal de la Catedral de Puebla; el de Santo Domingo; la estatua ecuestre de Carlos IV “El Caballito” y tantas obras más que dieron a conocer a México como la Ciudad de los Palacios. Y tras la Independencia de México, qué tal el precioso Paseo de la Reforma, otrora llamado Paseo de la Emperatriz como lo denominó Maximiliano de Habsburgo al que la ambición de Napoleón III y la de Carlota, su esposa, lo orillaron a aceptar un imperio que un grupo de mexicanos conservadores apoyados por el clero le ofrecieron. Esas edificaciones entre las del México antiguo, las españolas y las francesas del porfiriato son de las que no podemos renegar. Ahí están para orgullo de todo México y turistas que nos visitan y aun así, seguimos en busca del tiempo perdido como la novela insigne de Marcel Proust.

Y es que a pesar de los pasos que se han dado en el intento por abrazar las profundas raíces del ser nacional para unirlas a las nuestras propias, aún no lo logramos aunque hablemos muy pomposamente del sentido de pertenencia a México. Yo me pregunto y les pregunto queridos lectores: ¿A cuál México pertenecemos? Al México prehispánico o al del siglo XVI cuando sufrió México el derrumbe de la razón y la fe con la caída de sus dioses. ¿Dónde quedó el recuerdo nostálgico del dios tutelar Huitzilopochtli? al que desde que nos arrebataron el mito que le daba vida y nos lo sustituyeron por el dogma judeo-cristiano, dejó de hablarnos. Y si bien tuvo la fuerza de guiar la columna de guerreros aztecas rumbo a su mitológico destino, que era allí donde hallaran una águila parada sobre un nopal rodeada de agua, crearon un formidable imperio que pese a todas esas proezas, les fue destruido y hoy aún nos pesa la orfandad en la que quedaron.

Ahora, con la nueva raza de bronce que inició oficialmente el capitán Hernán Cortés, lo que no crearon otros conquistadores en diversas partes del mundo, el mexicano de nuestro tiempo avanza aunque lentamente desde la Independencia, en su aceptación de un precioso mestizaje y si digo lentamente es porque aún tenemos el estereotipo de los güeritos y los morenitos, perdón, pero ¡qué estupidez! Y desde entonces no han cesado de derrumbarse otros mitos. Se suponía que éramos grandes por tener tanto petróleo y no fue cierto. Se suponía que lo éramos por las hermosas playas y tampoco eso nos dio la grandeza. Soñábamos y esos sueños nos hacían concebir que la solución a los problemas del país estaba al alcance de la mano, pero no nos detuvimos a pensar que la solución está en cada uno de los mexicanos y en que México al fin, acepte su gran historia como tal. Y hasta el próximo lunes.

Queridos lectores, reconozco que no toda influencia extranjera nos ha perjudicado en nuestros pasos por encontrar las raíces perdidas durante la conquista. Tenemos un país tan diverso, que debemos sentirnos orgullosos de cada fracción del riquísimo mosaico cultural del país entero. Visiten el Museo Nacional de Antropología y admiren la gran maqueta de lo que fue México-Tenochtitlan. O conozcan pirámides, Chichén Itzá es una de las siete maravillas del mundo moderno.

Qué me dicen del virreinato español que nos legó conventos, palacios y entre otros, al formidable arquitecto, ingeniero y escultor valenciano Manuel Tolsá (1757-1816) que desarrolló todo su talento en la Nueva España -aquí quedó encargado casi hasta su muerte de la Academia de San Carlos-. Detallo algunos de sus logros: La conclusión de la Catedral Metropolitana, el Palacio de Minería, el hoy Museo de San Carlos, el Palacio del marqués del Apartado. La construcción, frente al Templo Mayor, del Palacio donde viviría Fernando VII de llegar a México; el Altar principal de la Catedral de Puebla; el de Santo Domingo; la estatua ecuestre de Carlos IV “El Caballito” y tantas obras más que dieron a conocer a México como la Ciudad de los Palacios. Y tras la Independencia de México, qué tal el precioso Paseo de la Reforma, otrora llamado Paseo de la Emperatriz como lo denominó Maximiliano de Habsburgo al que la ambición de Napoleón III y la de Carlota, su esposa, lo orillaron a aceptar un imperio que un grupo de mexicanos conservadores apoyados por el clero le ofrecieron. Esas edificaciones entre las del México antiguo, las españolas y las francesas del porfiriato son de las que no podemos renegar. Ahí están para orgullo de todo México y turistas que nos visitan y aun así, seguimos en busca del tiempo perdido como la novela insigne de Marcel Proust.

Y es que a pesar de los pasos que se han dado en el intento por abrazar las profundas raíces del ser nacional para unirlas a las nuestras propias, aún no lo logramos aunque hablemos muy pomposamente del sentido de pertenencia a México. Yo me pregunto y les pregunto queridos lectores: ¿A cuál México pertenecemos? Al México prehispánico o al del siglo XVI cuando sufrió México el derrumbe de la razón y la fe con la caída de sus dioses. ¿Dónde quedó el recuerdo nostálgico del dios tutelar Huitzilopochtli? al que desde que nos arrebataron el mito que le daba vida y nos lo sustituyeron por el dogma judeo-cristiano, dejó de hablarnos. Y si bien tuvo la fuerza de guiar la columna de guerreros aztecas rumbo a su mitológico destino, que era allí donde hallaran una águila parada sobre un nopal rodeada de agua, crearon un formidable imperio que pese a todas esas proezas, les fue destruido y hoy aún nos pesa la orfandad en la que quedaron.

Ahora, con la nueva raza de bronce que inició oficialmente el capitán Hernán Cortés, lo que no crearon otros conquistadores en diversas partes del mundo, el mexicano de nuestro tiempo avanza aunque lentamente desde la Independencia, en su aceptación de un precioso mestizaje y si digo lentamente es porque aún tenemos el estereotipo de los güeritos y los morenitos, perdón, pero ¡qué estupidez! Y desde entonces no han cesado de derrumbarse otros mitos. Se suponía que éramos grandes por tener tanto petróleo y no fue cierto. Se suponía que lo éramos por las hermosas playas y tampoco eso nos dio la grandeza. Soñábamos y esos sueños nos hacían concebir que la solución a los problemas del país estaba al alcance de la mano, pero no nos detuvimos a pensar que la solución está en cada uno de los mexicanos y en que México al fin, acepte su gran historia como tal. Y hasta el próximo lunes.