/ lunes 14 de noviembre de 2022

Fray Antonio de Roa: fe o enfermedad mental en Totolapan

Queridos amigos, abro un paréntesis al tema de los Tesoros Humanos Vivos, que serán premiados esta semana, ya les llevaré una crónica inédita el próximo lunes.

Mientras tanto les doy a conocer un relato desde el convento de San Guillermo Totolapan, del siglo XVI, elevado al rango de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994. Poseedor de la imagen del Cristo Negro Crucificado, aparecida, dice la crónica, de manera milagrosa en el mismo convento donde la llevó y la dejó allí un extraño comerciante, sus monjes fueron, en los años posteriores a la Conquista, testigos de las copiosas lágrimas que Fray Antonio de Roa que había suplicado por una imagen igual, derramó ante el Cristo Negro como agradecimiento de haberla recibido allí mismo ya que su único propósito era el de evangelizar a los naturales de esa región. Todavía hay quien asegura que hace cerca de un siglo, se podían apreciar unos cuadros del famoso Siervo de Dios, o sea del P. Roa, en este lugar del hoy estado de Morelos, que destacaban los instrumentos con que se infligía sus dolorosísimas e inenarrables torturas que hacían peligrar su vida, hasta lograr su muerte.

La historia pasó de generación en generación al más puro estilo de la tradición oral hasta llegar a través de los siglos, al sacerdote e historiador Lauro López Beltrán, en pleno siglo XX, por quien me enteré de esta historia morelense que hoy les comparto. Se supo también que fueron los mismos frailes agustinos quienes en 1583, o sea a los 40 años de haberse aparecido el Cristo Negro en 1543, lo sacaron subrepticiamente del convento y se lo llevaron a la capital de la Nueva España a su convento principal e iglesia mayor de San Agustín, convertida a principios del siglo XX, pero a consecuencias de la exclaustración que sufrió la iglesia por primera vez a mediados del siglo XIX, la imagen fue sacada de nuevo en febrero de 1861 y devuelta al convento de Totolapan. Se desconocen las causas de estos movimientos.

Cuando el primer obispo de la Diócesis de Cuernavaca, Fortino Hipólito Vera, nombrado el 3 de julio de 1894, supo de Fray Antonio de Roa y manifestó su absoluta incredulidad por tan increíbles y espantosas penitencias, según la crónica de Fray Juan de Grijalva. Y no es para menos, el P. Roa fue azotado cientos de veces, caminó sobre brasas encendidas, fue bañado con agua hirviendo y sobre sus heridas le derritieron trementina o recina de ocote ardiendo y todo esto también cientos de veces y murió mientras predicaba su último sermón dentro de un gran caso con agua hirviente encendido con abundantes trozos de leña. Sus últimas palabras fueron “Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacrantísimo cuerpo”. Poco después exclamó: “Padre eterno, en tus manos encomiendo mi alma” y sin contorsiones ni estiramientos propios de los moribundos, cuenta la crónica, se durmió el 14 de septiembre del año del Señor de 1563.

Después de muerto lo desnudaron para cambiarle ropa porque hasta entonces no se había mudado otro hábito y le hallaron un fierro en forma de rayo y una cadena ya encarnada en sus carnes y en su chiquihuite, que eran el nombre con que se conocían las arcas de los religiosos pobres en la Nueva España del siglo XVI, se encontraron numerosos objetos con los que martirizaba su cuerpo. Fue enterrado cerca de la puerta de la capilla de los señores Sosa, benefactores de la orden a un lado del claustro principal. Con motivo de la exclaustración, en 1861, sus restos y principales reliquias, hábito, sombrero, bordón, sus rallos de fierro que llevaba en el pecho y las axilas, la cadena de que les hablé, se llevaron al convento agustino de Puebla de los Ángeles, en donde se encuentran actualmente.

Todos estos relatos acerca del Fray Antonio de Roa, se encuentran al pie de la letra en la Crónica de la Orden Agustiniana, escrita por el P. Maestro Juan de Grijalva quien escribió su historia en 1580, tardó dos años en terminar su libro de Crónicas, entre ellas la historia del P. Roa. Hoy, a 479 años de la Aparición del Santo Cristo de Totolapan, es que les traigo queridos amigos, esta crónica extraña, diferente a todo lo que con toda seguridad jamás han escuchado. Y que hoy en día, fuera de contexto, tal vez la historia debería ser analizada desde el punto de vista psiquiátrico, más que religioso. Sin embargo, fue la manera que encontró este religioso para evangelizar a miles de indígenas.

Y hasta el próximo lunes.


Queridos amigos, abro un paréntesis al tema de los Tesoros Humanos Vivos, que serán premiados esta semana, ya les llevaré una crónica inédita el próximo lunes.

Mientras tanto les doy a conocer un relato desde el convento de San Guillermo Totolapan, del siglo XVI, elevado al rango de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994. Poseedor de la imagen del Cristo Negro Crucificado, aparecida, dice la crónica, de manera milagrosa en el mismo convento donde la llevó y la dejó allí un extraño comerciante, sus monjes fueron, en los años posteriores a la Conquista, testigos de las copiosas lágrimas que Fray Antonio de Roa que había suplicado por una imagen igual, derramó ante el Cristo Negro como agradecimiento de haberla recibido allí mismo ya que su único propósito era el de evangelizar a los naturales de esa región. Todavía hay quien asegura que hace cerca de un siglo, se podían apreciar unos cuadros del famoso Siervo de Dios, o sea del P. Roa, en este lugar del hoy estado de Morelos, que destacaban los instrumentos con que se infligía sus dolorosísimas e inenarrables torturas que hacían peligrar su vida, hasta lograr su muerte.

La historia pasó de generación en generación al más puro estilo de la tradición oral hasta llegar a través de los siglos, al sacerdote e historiador Lauro López Beltrán, en pleno siglo XX, por quien me enteré de esta historia morelense que hoy les comparto. Se supo también que fueron los mismos frailes agustinos quienes en 1583, o sea a los 40 años de haberse aparecido el Cristo Negro en 1543, lo sacaron subrepticiamente del convento y se lo llevaron a la capital de la Nueva España a su convento principal e iglesia mayor de San Agustín, convertida a principios del siglo XX, pero a consecuencias de la exclaustración que sufrió la iglesia por primera vez a mediados del siglo XIX, la imagen fue sacada de nuevo en febrero de 1861 y devuelta al convento de Totolapan. Se desconocen las causas de estos movimientos.

Cuando el primer obispo de la Diócesis de Cuernavaca, Fortino Hipólito Vera, nombrado el 3 de julio de 1894, supo de Fray Antonio de Roa y manifestó su absoluta incredulidad por tan increíbles y espantosas penitencias, según la crónica de Fray Juan de Grijalva. Y no es para menos, el P. Roa fue azotado cientos de veces, caminó sobre brasas encendidas, fue bañado con agua hirviendo y sobre sus heridas le derritieron trementina o recina de ocote ardiendo y todo esto también cientos de veces y murió mientras predicaba su último sermón dentro de un gran caso con agua hirviente encendido con abundantes trozos de leña. Sus últimas palabras fueron “Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacrantísimo cuerpo”. Poco después exclamó: “Padre eterno, en tus manos encomiendo mi alma” y sin contorsiones ni estiramientos propios de los moribundos, cuenta la crónica, se durmió el 14 de septiembre del año del Señor de 1563.

Después de muerto lo desnudaron para cambiarle ropa porque hasta entonces no se había mudado otro hábito y le hallaron un fierro en forma de rayo y una cadena ya encarnada en sus carnes y en su chiquihuite, que eran el nombre con que se conocían las arcas de los religiosos pobres en la Nueva España del siglo XVI, se encontraron numerosos objetos con los que martirizaba su cuerpo. Fue enterrado cerca de la puerta de la capilla de los señores Sosa, benefactores de la orden a un lado del claustro principal. Con motivo de la exclaustración, en 1861, sus restos y principales reliquias, hábito, sombrero, bordón, sus rallos de fierro que llevaba en el pecho y las axilas, la cadena de que les hablé, se llevaron al convento agustino de Puebla de los Ángeles, en donde se encuentran actualmente.

Todos estos relatos acerca del Fray Antonio de Roa, se encuentran al pie de la letra en la Crónica de la Orden Agustiniana, escrita por el P. Maestro Juan de Grijalva quien escribió su historia en 1580, tardó dos años en terminar su libro de Crónicas, entre ellas la historia del P. Roa. Hoy, a 479 años de la Aparición del Santo Cristo de Totolapan, es que les traigo queridos amigos, esta crónica extraña, diferente a todo lo que con toda seguridad jamás han escuchado. Y que hoy en día, fuera de contexto, tal vez la historia debería ser analizada desde el punto de vista psiquiátrico, más que religioso. Sin embargo, fue la manera que encontró este religioso para evangelizar a miles de indígenas.

Y hasta el próximo lunes.