/ viernes 30 de julio de 2021

La tercera ola


En ocasiones la normalidad puede confundirse con una acostumbrada situación que, después de un aletargado y constante estado de inalterabilidad, nos incapacita para observar lo que realmente ocurre; que un escenario empeore o mejore es cuestión de hechos, no de perspectiva.

Sin embargo, cuando las circunstancias prosiguen sin un cambio evidente, entonces se crea la confusión. No se trata de que la realidad permanece inmóvil, más bien sobre una serie de actos que siguen el mismo patrón hasta volverla habitual.

Podría decirse que el primer acercamiento que tuvimos con el virus, durante la primera ola, sufrimos un gran sobresalto al descubrir que nuestra vida cotidiana se truncaba violentamente; incluso durante el momento más álgido de la segunda ola, con el colapso de hospitales y cifras de decesos elevándose, muchos creían, o por lo menos esperaban, que la situación encontraría su grado de estabilidad. De hecho, durante un breve lapso de tiempo se tuvo la confianza de que la realidad pasada, acaso pausada, volvería reanudarse.

Y no resulta extraño que así sea, ya que el cambio a color verde del semáforo epidemiológico hizo creer a muchos que la crisis sanitaria, si bien no estaba controlada, por lo menos estaba ejerciendo un menor impacto. Tampoco se puede apartar la sospecha, incluso el más despistado ciudadano intuyó, que el relajamiento de las medidas obedecía más a intereses electorales y, en algunos casos, al inicio del periodo vacacional que podría reavivar la economía local. Hasta el posible regreso a clases presenciales se escuchaba entre la opinión pública. Todos, cruzando los dedos, esperaban.

Pero ha llegado la tercera ola. Y aunque varios indicadores, como cifras de hospitalizaciones y personas fallecidas, no han crecido alarmantemente, especialistas temen que las medidas, hasta el momento laxas, continúen relajándose como si el virus no existiese. Las dudas sobre la pronta reanudación de la antigua normalidad no se han despejado del todo. Y la falsa seguridad de creer que las cosas son como antes, o volverán a serlo, puede resultar igual de peligroso y contraproducente.

Lo importante de esta ola no radica en la prosecución de la situación, sino en la aceptación, acaso resignación, de que no habrá un regreso a la antigua normalidad. Aunque el virus se vaya de nuestras vidas, éstas nunca volverán a ser las mismas. El reloj nunca se detuvo y el tiempo tampoco esperó. No hay un boleto de regreso al pasado: sólo el recuerdo que resta de él. La pesadilla no es reconocerse en el delirio, sino que, al despertar, encontrar que el mal sueño se volvió realidad.

Los soñadores no son los que insisten en que las cosas deben cambiar, porque de hecho lo están haciendo. Los verdaderos soñadores son, como dice Žižek, aquellos que piensan que las cosas seguirán siendo las mismas indefinidamente, aún después de ser testigos de tantas alteraciones. Queriéndolo o no, aún ignorándolo a regañadientes, lo que sea que nos espera al otro lado del semáforo epidemiológico será el parteaguas de lo que conocemos como normalidad.

Interpretar los signos del tiempo que cambia no es paranoico, sino una medida necesaria, aunque a veces imperceptible, que deja tras de sí el momento histórico. Estornudar y toser, incluso el uso de cubrebocas, ha dejado de significar lo mismo que hace dos años. El futuro sólo existe en la medida en que sepamos reconocer los eventos del pasado para entender el presente. No hay que confundirnos, la tercera ola no sólo será del virus: también del cambio.


En ocasiones la normalidad puede confundirse con una acostumbrada situación que, después de un aletargado y constante estado de inalterabilidad, nos incapacita para observar lo que realmente ocurre; que un escenario empeore o mejore es cuestión de hechos, no de perspectiva.

Sin embargo, cuando las circunstancias prosiguen sin un cambio evidente, entonces se crea la confusión. No se trata de que la realidad permanece inmóvil, más bien sobre una serie de actos que siguen el mismo patrón hasta volverla habitual.

Podría decirse que el primer acercamiento que tuvimos con el virus, durante la primera ola, sufrimos un gran sobresalto al descubrir que nuestra vida cotidiana se truncaba violentamente; incluso durante el momento más álgido de la segunda ola, con el colapso de hospitales y cifras de decesos elevándose, muchos creían, o por lo menos esperaban, que la situación encontraría su grado de estabilidad. De hecho, durante un breve lapso de tiempo se tuvo la confianza de que la realidad pasada, acaso pausada, volvería reanudarse.

Y no resulta extraño que así sea, ya que el cambio a color verde del semáforo epidemiológico hizo creer a muchos que la crisis sanitaria, si bien no estaba controlada, por lo menos estaba ejerciendo un menor impacto. Tampoco se puede apartar la sospecha, incluso el más despistado ciudadano intuyó, que el relajamiento de las medidas obedecía más a intereses electorales y, en algunos casos, al inicio del periodo vacacional que podría reavivar la economía local. Hasta el posible regreso a clases presenciales se escuchaba entre la opinión pública. Todos, cruzando los dedos, esperaban.

Pero ha llegado la tercera ola. Y aunque varios indicadores, como cifras de hospitalizaciones y personas fallecidas, no han crecido alarmantemente, especialistas temen que las medidas, hasta el momento laxas, continúen relajándose como si el virus no existiese. Las dudas sobre la pronta reanudación de la antigua normalidad no se han despejado del todo. Y la falsa seguridad de creer que las cosas son como antes, o volverán a serlo, puede resultar igual de peligroso y contraproducente.

Lo importante de esta ola no radica en la prosecución de la situación, sino en la aceptación, acaso resignación, de que no habrá un regreso a la antigua normalidad. Aunque el virus se vaya de nuestras vidas, éstas nunca volverán a ser las mismas. El reloj nunca se detuvo y el tiempo tampoco esperó. No hay un boleto de regreso al pasado: sólo el recuerdo que resta de él. La pesadilla no es reconocerse en el delirio, sino que, al despertar, encontrar que el mal sueño se volvió realidad.

Los soñadores no son los que insisten en que las cosas deben cambiar, porque de hecho lo están haciendo. Los verdaderos soñadores son, como dice Žižek, aquellos que piensan que las cosas seguirán siendo las mismas indefinidamente, aún después de ser testigos de tantas alteraciones. Queriéndolo o no, aún ignorándolo a regañadientes, lo que sea que nos espera al otro lado del semáforo epidemiológico será el parteaguas de lo que conocemos como normalidad.

Interpretar los signos del tiempo que cambia no es paranoico, sino una medida necesaria, aunque a veces imperceptible, que deja tras de sí el momento histórico. Estornudar y toser, incluso el uso de cubrebocas, ha dejado de significar lo mismo que hace dos años. El futuro sólo existe en la medida en que sepamos reconocer los eventos del pasado para entender el presente. No hay que confundirnos, la tercera ola no sólo será del virus: también del cambio.