/ domingo 7 de octubre de 2018

La corrupción que no se ve…

La corrupción es un problema de ética del servicio público, pero también de una serie de estructuras con forma de organismos, leyes, reglamentos o prácticas administrativas que la permiten, propician o fomentan desde la burocracia. Esto que parece una obviedad debe quedar muy claro a quienes, desde el discurso, hablan de una cuarta transformación y de una nueva república en que no sólo se castigue a los corruptos, sino se erradiquen las prácticas que lesionan al bien común.

Es importante porque hasta ahora se ha hablado de la corrupción cometida por algunos servidores públicos como si se tratara de ellos como mentes maestras del mundo criminal, cuando basta un estudio sobre los procesos de la administración pública para convencerse de que los corruptos son un grupo amoral de sujetos que aprovecharon las prácticas discrecionales que la legislación para adquisiciones, asignaciones de obra, dotación de servicios, uso de los recursos públicos, y otras, permiten leyes hechas por otras personas, la mayor parte de las veces.

Para nada tratamos de justificar las corruptelas de esa gavilla de sujetos que abusaron del poder público, pero tampoco se trata de brillantes personajes que merezcan una película negra sobre su inteligencia criminal; al contrario, aparentemente se trata más de oportunistas que, dotados del poder público, usan todas las brechas legales que les permiten hacer negocios. Por supuesto que merecen un castigo, pero poco ayudará la sanción a erradicar la corrupción si no se acompaña de reformas que hagan verdaderamente atemorizadores los castigos y que transformen a la burocracia en una maquinaria eficiente que privilegie criterios de calidad, de responsabilidad social, de sustentabilidad, en todas sus prácticas.

Las investigaciones sobre los procesos de asignación de obra en México, fiscalización de la burocracia, políticas anticorrupción, y otros rubros relacionados, evidencian que el problema de la corrupción en el país no responde únicamente al alma putrefacta de una bola de rateros, sino también a una serie de estructuras que favorecen esa corrupción. En pocas palabras, la lucha contra la corrupción no consiste en la santificación que el toque de un caudillo pueda producir sobre los políticos en el imaginario popular, sino en una profunda reforma a las concepción del poder público, de sus mecanismos de planeación, actuación, supervisión y evaluación, que permita a la burocracia operar sobre criterios de calidad.

Los más dogmáticos partidarios de la cuarta transformación han centrado el combate a la corrupción en la infamia de las personas y no en lo retorcidos que, en sí mismos, resultan las estructuras y los procesos con los que se toman las decisiones y que promueven cadenas de corrupción en el servicio público. Frente a esta enorme deficiencia en sus planteamientos anticorrupción, los dogmáticos aducen que quienes nos pronunciamos por una revisión profunda de las estructuras criminogénicas en el poder público lo hacemos por defender a quienes han cometido actos de corrupción, pero no es así. En todo caso, tiene que castigarse cualquier acto de corrupción pero también es necesaria la extirpación de todos los tramos burocráticos que favorecen o propician la corrupción por la vía de la discrecionalidad, de las fallas en los criterios de decisión, del propio diseño institucional. El poco interés puesto por los dogmáticos en esta esencial parte de la lucha anticorrupción puede tener dos orígenes, el primero es dramático y radica en la ceguera producida por el propio dogmatismo; el segundo es patético y estriba en que busquen cometer las mismas tropelías que sus antecesores, pero de forma más discreta.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

La corrupción es un problema de ética del servicio público, pero también de una serie de estructuras con forma de organismos, leyes, reglamentos o prácticas administrativas que la permiten, propician o fomentan desde la burocracia. Esto que parece una obviedad debe quedar muy claro a quienes, desde el discurso, hablan de una cuarta transformación y de una nueva república en que no sólo se castigue a los corruptos, sino se erradiquen las prácticas que lesionan al bien común.

Es importante porque hasta ahora se ha hablado de la corrupción cometida por algunos servidores públicos como si se tratara de ellos como mentes maestras del mundo criminal, cuando basta un estudio sobre los procesos de la administración pública para convencerse de que los corruptos son un grupo amoral de sujetos que aprovecharon las prácticas discrecionales que la legislación para adquisiciones, asignaciones de obra, dotación de servicios, uso de los recursos públicos, y otras, permiten leyes hechas por otras personas, la mayor parte de las veces.

Para nada tratamos de justificar las corruptelas de esa gavilla de sujetos que abusaron del poder público, pero tampoco se trata de brillantes personajes que merezcan una película negra sobre su inteligencia criminal; al contrario, aparentemente se trata más de oportunistas que, dotados del poder público, usan todas las brechas legales que les permiten hacer negocios. Por supuesto que merecen un castigo, pero poco ayudará la sanción a erradicar la corrupción si no se acompaña de reformas que hagan verdaderamente atemorizadores los castigos y que transformen a la burocracia en una maquinaria eficiente que privilegie criterios de calidad, de responsabilidad social, de sustentabilidad, en todas sus prácticas.

Las investigaciones sobre los procesos de asignación de obra en México, fiscalización de la burocracia, políticas anticorrupción, y otros rubros relacionados, evidencian que el problema de la corrupción en el país no responde únicamente al alma putrefacta de una bola de rateros, sino también a una serie de estructuras que favorecen esa corrupción. En pocas palabras, la lucha contra la corrupción no consiste en la santificación que el toque de un caudillo pueda producir sobre los políticos en el imaginario popular, sino en una profunda reforma a las concepción del poder público, de sus mecanismos de planeación, actuación, supervisión y evaluación, que permita a la burocracia operar sobre criterios de calidad.

Los más dogmáticos partidarios de la cuarta transformación han centrado el combate a la corrupción en la infamia de las personas y no en lo retorcidos que, en sí mismos, resultan las estructuras y los procesos con los que se toman las decisiones y que promueven cadenas de corrupción en el servicio público. Frente a esta enorme deficiencia en sus planteamientos anticorrupción, los dogmáticos aducen que quienes nos pronunciamos por una revisión profunda de las estructuras criminogénicas en el poder público lo hacemos por defender a quienes han cometido actos de corrupción, pero no es así. En todo caso, tiene que castigarse cualquier acto de corrupción pero también es necesaria la extirpación de todos los tramos burocráticos que favorecen o propician la corrupción por la vía de la discrecionalidad, de las fallas en los criterios de decisión, del propio diseño institucional. El poco interés puesto por los dogmáticos en esta esencial parte de la lucha anticorrupción puede tener dos orígenes, el primero es dramático y radica en la ceguera producida por el propio dogmatismo; el segundo es patético y estriba en que busquen cometer las mismas tropelías que sus antecesores, pero de forma más discreta.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

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