Heredera de la absurda concepción de que hay siempre una forma correcta para hacer las cosas, la intolerancia recupera la fuerza de amenaza para las libertades y la democracia. Porque aparentemente la enorme diversidad de pensamientos y conductas que conviven en las sociedades modernas son demasiado divergentes unas de otras, generando un alejamiento de ese pensamiento de corrección que igual aparece en los pre que en los post fin de siglo compeliéndolos a la censura de los pensamientos y conductas lejanas de su idea de lo correcto.
El problema de la humanidad, en todo caso, es que no hay un modo correcto de vivir, sino miles de formas de adaptarse a las circunstancias propias, la mayor parte de ellas ubicadas dentro de los órdenes legales y civilizados, y algunas que son consideradas punibles por el daño instrumental que significan para la otredad. El tema de las conductas dignas de castigo está resuelto desde casi el inicio de las civilizaciones y tiene pocas variaciones, salvo por aquellas que derivan de la ampliación de los derechos. Donde la humanidad tiene enormes problemas es en el asunto de la tolerancia (porque la intolerancia le sale de maravilla). Entender que las otras personas tienen formas diversas de pensar, de comportarse, de responder a la vida y a los retos que la misma les plantea, parece demasiado elaborado para la percepción orientada al confort de las individualidades modernas.
En cualquiera de sus presentaciones, la intolerancia es un peligro para las sociedades, y se vuelve verdaderamente aterradora cuando proviene de los órganos del Estado, que se supondrían garantes del régimen de libertades en que nos hemos organizado para vivir, aunque aún no lo consigamos (lo indican los reportes de Cato Institute y de Freedom House). De hecho, el discurso del Estado en México, durante las últimas semanas, parece tendiente a la restricción de libertades, a la imposición de una única forma de pensar, actuar, vivir correctamente, lo que se sí resulta espantoso porque es el atrevimiento final de cualquier pensamiento autoritario.
A lo mejor entusiasmado por la idea de señalar formas correctas de conducta, el Comisionado José Antonio Ortiz Guarneros dijo aquello de las conductas no propias de una dama, aunque advirtió que eso no justifica de ninguna forma la violencia contra las mujeres. El escándalo, a pocos días de que grupos organizados de mujeres marcharan para exigir freno a la violencia de género, significó la intervención de Conapred para llamar a la cordura a un funcionario que expresó una opinión personal (para el “dama” es una mujer que cumple con ciertas cualidades en su comportamiento) en un momento por demás inapropiado (una entrevista con reporteras sobre los crímenes contra de las mujeres en Morelos). En efecto, el señor Ortiz Guarneros tiene toda la libertad de pensar como piense, pero debe cuidar que ese pensamiento no determine las acciones que el Estado emprenda por la seguridad e integridad de las mujeres (que él es responsable de coordinar, junto con aquellas dirigidas a otros sectores). Por cierto, no creemos que el pensamiento del comisionado sea determinantes en los fracasos contra la violencia –en tanto estos fracasos se presentan en el mismo índice en todos los rubros criminales- pero sin duda sus declaraciones resultaron excesivas y dieron lugar a otra ola de intolerancia: aquella que supone que las personas no deben ejercer el pensamiento para definir categorías respecto de otras personas. Caput la teoría del etiquetaje, con todos los beneficios que ha generado al confort de las sociedades.