/ martes 31 de diciembre de 2019

Hacia una agenda electoral para la consolidación democrática

En torno a los modelos de sistemas electorales es imprescindible, en el proceso de consolidación democrática, recurrir a la obra de Hugo San Martín para advertir que existen otras variables para considerar a los organismos electorales no sólo eficientes, sino verdaderamente independientes y comprometidos con la democracia.

Nos referimos al nombramiento y remoción de los integrantes del órgano electoral, generalmente integrados por organismos colegiados, en algunos casos sus miembros son de origen exclusivamente judicial; en otros son designados por el Congreso; en otras el Ejecutivo comparte la designación con el Legislativo o con el Judicial; también se da el caso, excepcional, de que la designación de sus miembros tenga origen en los tres poderes del Estado o que en su integración tengan injerencia, en diverso grado, los partidos políticos.

El problema de la influencia de los actores políticos que conforman esos poderes, considera San Martín, puede ser atemperado o acentuado por tres factores: la coincidencia o no de los períodos de ejercicio con los del Legislativo y del Ejecutivo, la existencia o ausencia de restricciones referentes a la actividad política de los candidatos a integrar el organismo electoral; y el establecimiento de los organismos en los cuales reside la facultad de remover a los mismos integrantes de estos organismos electorales supremos.

Insistimos, como afirma San Martín, esto puede atemperarse o acentuarse.

No obstante, de fondo existe otro problema no menos grave: son los legisladores, emanados y pertenecientes a los partidos, en sus congresos o parlamentos, los que tienen a su cargo generar la legislación que sirve como marco para regular tanto a los órganos electorales como las elecciones y eventualmente establecen condiciones favorables para la fuerza política a la que representan, lo cual también debe ser atemperado.

De lo contrario se corre el riesgo de que la autoridad electoral, por sus integrantes y sus marcadas tendencias ideológicas, rompan la obligada imparcialidad y autonomía indispensables en su proceder y en sus decisiones, perdiéndose la confianza tanto de los competidores en la contienda electoral como en la sociedad en torno a la independencia, autonomía e imparcialidad del órgano electoral.

Deberíamos tomar nota de esos factores ahora que hemos vuelto a evocar la reliquia del colegio electoral de 1988 con la que el PRI venció pero con graves cuestionamientos en torno a la transparencia del proceso electoral o la efectividad del órgano electoral autónomo y constitucional que arbitró entre 1996 y 2003 las elecciones mexicanas, entre otros razones por el perfil de sus miembros.

Ahora, si se consolida una de las iniciativas de Morena en el congreso mexicano en torno a la rotación cada tres años del consejero presidente, la regresión implicaría la sujeción al gobierno y volver por tanto a la Comisión Federal Electoral de 1988, arbitrada nada menos que por Manuel Bartlett Díaz, el representante más ominoso del sistema político mexicano contemporáneo.

En torno a los modelos de sistemas electorales es imprescindible, en el proceso de consolidación democrática, recurrir a la obra de Hugo San Martín para advertir que existen otras variables para considerar a los organismos electorales no sólo eficientes, sino verdaderamente independientes y comprometidos con la democracia.

Nos referimos al nombramiento y remoción de los integrantes del órgano electoral, generalmente integrados por organismos colegiados, en algunos casos sus miembros son de origen exclusivamente judicial; en otros son designados por el Congreso; en otras el Ejecutivo comparte la designación con el Legislativo o con el Judicial; también se da el caso, excepcional, de que la designación de sus miembros tenga origen en los tres poderes del Estado o que en su integración tengan injerencia, en diverso grado, los partidos políticos.

El problema de la influencia de los actores políticos que conforman esos poderes, considera San Martín, puede ser atemperado o acentuado por tres factores: la coincidencia o no de los períodos de ejercicio con los del Legislativo y del Ejecutivo, la existencia o ausencia de restricciones referentes a la actividad política de los candidatos a integrar el organismo electoral; y el establecimiento de los organismos en los cuales reside la facultad de remover a los mismos integrantes de estos organismos electorales supremos.

Insistimos, como afirma San Martín, esto puede atemperarse o acentuarse.

No obstante, de fondo existe otro problema no menos grave: son los legisladores, emanados y pertenecientes a los partidos, en sus congresos o parlamentos, los que tienen a su cargo generar la legislación que sirve como marco para regular tanto a los órganos electorales como las elecciones y eventualmente establecen condiciones favorables para la fuerza política a la que representan, lo cual también debe ser atemperado.

De lo contrario se corre el riesgo de que la autoridad electoral, por sus integrantes y sus marcadas tendencias ideológicas, rompan la obligada imparcialidad y autonomía indispensables en su proceder y en sus decisiones, perdiéndose la confianza tanto de los competidores en la contienda electoral como en la sociedad en torno a la independencia, autonomía e imparcialidad del órgano electoral.

Deberíamos tomar nota de esos factores ahora que hemos vuelto a evocar la reliquia del colegio electoral de 1988 con la que el PRI venció pero con graves cuestionamientos en torno a la transparencia del proceso electoral o la efectividad del órgano electoral autónomo y constitucional que arbitró entre 1996 y 2003 las elecciones mexicanas, entre otros razones por el perfil de sus miembros.

Ahora, si se consolida una de las iniciativas de Morena en el congreso mexicano en torno a la rotación cada tres años del consejero presidente, la regresión implicaría la sujeción al gobierno y volver por tanto a la Comisión Federal Electoral de 1988, arbitrada nada menos que por Manuel Bartlett Díaz, el representante más ominoso del sistema político mexicano contemporáneo.

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