/ lunes 13 de abril de 2020

Getsemaní: orar desde la angustia del abandono

Estoy tan angustiado que siento que muero. Quédense aquí

y manténganse despiertos conmigo.

Mt. 26, 36-38


En la narrativa del misterio santo se devela el dinamismo destructor de la maldad humana y de sus consecuencias devastadoras en el drama existencial.

Es decir, estamos frente al misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo como un contra-espejo deconstructor para descodificar las categorías racionalistas infectadas de ese germen perverso que ha perseguido ese ideal moderno de prescindir de Dios, al grado de hacer todo lo posible por crucificar cualquier idea espiritual que quiera venir a desarticular el imperio del poder, del dinero y del dominio.

Cuando leemos la “Dialéctica de la Ilustración” de Horkheimer y Adorno, podremos darnos cuenta que esta “frialdad burguesa” que señalan, es precisamente la angustia estremecedora de vernos arrasados por esos deseos que desorientaron la brújula civilizatoria de la humanidad, apartándonos de la mirada amorosa y tierna de Dios. Ahora nos atormenta una profunda nostalgia de Dios, este es el momento propicio de reconocer nuestras oscuridades que obnubilaron nuestras capacidades espirituales, somos el Cristo angustiado de Getsemaní, que siente la fuerza de la oscuridad y la tristeza de ver que los suyos en vez de mantenerse despiertos ante el peligro que se avecina, son seducidos por el sueño inconsciente del miedo.

Ante esta pandemia de un virus invisible pero acechante y mortal, estamos como Cristo postrados en tierra, reconociendo nuestras fragilidades del barro del que estamos hecho, despavoridos por el mal que se apropia de nuestros cuerpos y espacios, como la noche oscura que invade los corazones, nos acorrala e intimida, como león rugiente buscando a quién devorar. El Nazareno lo sabe, es el poder de las tinieblas preparándose para atacar con todo su poderío sobre él; es la copa de los pecados de la humanidad, la hiel amarga de los deseos que enloquecen al mundo, copa que ha de beber, para hacer de su propio cuerpo y sangre cáliz de redención.

Esta es la mistagogía del mal que debemos replantearnos para no embriagarnos del miedo feroz que nos vuelve inconscientes. Sí, al igual que el maestro, en medio de la angustia, oraba más intensamente, así nosotros hemos de hacerlo. Al hijo de María le corrían gotas de sangre cayendo al suelo, como ahora todas las naciones se ven llenas de sangre derramada por el poder de este virus destructor. Estamos en la antesala del Calvario, ha llegado la hora de cargar la Cruz, ahora nos toca a nosotros cargar como Cristo valiente, la cruz de este Gólgota contemporáneo. Hay miles de crucificados que en su memoria hemos de hacer valer para una nueva humanidad.

Aunque nos parezca sentir una ausencia perturbadora de Dios, él permanece fiel, tampoco lo vemos pero somos fortalecidos y animados por su espíritu vivificador que nos alienta a no desfallecer y redobla nuestra fe haciéndola más vitalizadora ante circunstancias tan adversas. No estamos solos, Dios nos acompaña, y de este umbral de dolor que es nuestro camino al Calvario, a la ignominiosa crucifixión y la funesta tumba, saldremos victoriosos y esperanzados en la redención salvífica de nuestro Señor, el triunfo del Amor, la Luz que disipa todas las tinieblas. Atentos, Cristo ha vencido la muerte.

Estoy tan angustiado que siento que muero. Quédense aquí

y manténganse despiertos conmigo.

Mt. 26, 36-38


En la narrativa del misterio santo se devela el dinamismo destructor de la maldad humana y de sus consecuencias devastadoras en el drama existencial.

Es decir, estamos frente al misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo como un contra-espejo deconstructor para descodificar las categorías racionalistas infectadas de ese germen perverso que ha perseguido ese ideal moderno de prescindir de Dios, al grado de hacer todo lo posible por crucificar cualquier idea espiritual que quiera venir a desarticular el imperio del poder, del dinero y del dominio.

Cuando leemos la “Dialéctica de la Ilustración” de Horkheimer y Adorno, podremos darnos cuenta que esta “frialdad burguesa” que señalan, es precisamente la angustia estremecedora de vernos arrasados por esos deseos que desorientaron la brújula civilizatoria de la humanidad, apartándonos de la mirada amorosa y tierna de Dios. Ahora nos atormenta una profunda nostalgia de Dios, este es el momento propicio de reconocer nuestras oscuridades que obnubilaron nuestras capacidades espirituales, somos el Cristo angustiado de Getsemaní, que siente la fuerza de la oscuridad y la tristeza de ver que los suyos en vez de mantenerse despiertos ante el peligro que se avecina, son seducidos por el sueño inconsciente del miedo.

Ante esta pandemia de un virus invisible pero acechante y mortal, estamos como Cristo postrados en tierra, reconociendo nuestras fragilidades del barro del que estamos hecho, despavoridos por el mal que se apropia de nuestros cuerpos y espacios, como la noche oscura que invade los corazones, nos acorrala e intimida, como león rugiente buscando a quién devorar. El Nazareno lo sabe, es el poder de las tinieblas preparándose para atacar con todo su poderío sobre él; es la copa de los pecados de la humanidad, la hiel amarga de los deseos que enloquecen al mundo, copa que ha de beber, para hacer de su propio cuerpo y sangre cáliz de redención.

Esta es la mistagogía del mal que debemos replantearnos para no embriagarnos del miedo feroz que nos vuelve inconscientes. Sí, al igual que el maestro, en medio de la angustia, oraba más intensamente, así nosotros hemos de hacerlo. Al hijo de María le corrían gotas de sangre cayendo al suelo, como ahora todas las naciones se ven llenas de sangre derramada por el poder de este virus destructor. Estamos en la antesala del Calvario, ha llegado la hora de cargar la Cruz, ahora nos toca a nosotros cargar como Cristo valiente, la cruz de este Gólgota contemporáneo. Hay miles de crucificados que en su memoria hemos de hacer valer para una nueva humanidad.

Aunque nos parezca sentir una ausencia perturbadora de Dios, él permanece fiel, tampoco lo vemos pero somos fortalecidos y animados por su espíritu vivificador que nos alienta a no desfallecer y redobla nuestra fe haciéndola más vitalizadora ante circunstancias tan adversas. No estamos solos, Dios nos acompaña, y de este umbral de dolor que es nuestro camino al Calvario, a la ignominiosa crucifixión y la funesta tumba, saldremos victoriosos y esperanzados en la redención salvífica de nuestro Señor, el triunfo del Amor, la Luz que disipa todas las tinieblas. Atentos, Cristo ha vencido la muerte.