/ jueves 8 de octubre de 2020

Fideicomisos y corrupción...

Hace décadas se crearon los primeros fideicomisos para que los recursos de los gobiernos no fueran distraídos en usos diferentes a los que el propio instrumento autorizaba. La idea era frenar la corrupción que la discrecionalidad en el gasto de los gobiernos municipales, estatales y federal, había permitido hasta entonces. Poco duró el gusto, ya a finales del siglo pasado se conocieron los primeros problemas en la operación de los fideicomisos que, a diferencia del gasto discrecional de las arcas públicas, permitían la detección de las fallas asociadas a problemas administrativos y también a corrupción.

Los esquemas de corrupción asociados a la operación de algunos fideicomisos, tenían que ver con una colección de conductas punibles (suplantación de personas, uso de documentación apócrifa, sobreprecios en la adquisición de materiales, bienes y servicios entre otras prácticas que servían a delincuentes metidos a servidores públicos o viceversa, para hacerse pequeñas fortunas sin importar los aseguramientos que ofrecía el instrumento financiero).

El problema de la corrupción, está demostrado, no se asocia a un determinado instrumento, sino a la habilidad de algunos para saltar las reglas y la norma moral elemental haciéndose de lo que no es suyo. Más grave, el estímulo para esas conductas no parece estar en la dificultad o sencillez con que puedan distraerse o de plano robarse los recursos públicos, sino con la altísima impunidad asociada a los delitos y la colección de señales de tolerancia a la corrupción que los gobiernos en todos sus niveles y modalidades dan fuera del discurso. Porque inflamados ataques lingüísticos contra la inmoralidad en el servicio público pueden escucharse todos los días, desde el púlpito de las mañaneras hasta las más recónditas tribunas de municipios lejanos, pero acciones reales de castigo a la corrupción se han visto poquísimas.

El problema parece ser que, igual en los fideicomisos que en cualquier otro mecanismo de control del gasto público, la honestidad y el castigo a la corrupción dependen de la voluntad de los funcionarios, y ahí es donde todo comienza a desdibujarse. La lucha contra la corrupción en la mayoría de los gobiernos se parece más a una persecución de rivales políticos que a un verdadero compromiso con la honestidad, transparencia, y especialmente, cuidado de los recursos escasos.

El problema con desaparecer los fideicomisos es que se devuelve al gobierno federal una facultad discrecional para usar los recursos que no erradica los círculos de corrupción en torno al gasto público y en cambio aletarga la dotación de recursos a proyectos cuya importancia para el desarrollo del país es fundamental, aunque a veces no reconocida. Este sacrificio no garantiza de forma alguna que la corrupción vaya a eliminarse y, por el contrario, las facultades discrecionales del Ejecutivo pueden complicar el flujo de los recursos, su transparencia y su uso en los fines para los que tendrían que ser destinados.

El afán revisionista por desaparecer cualquier cosa que sea calificada como “neoliberal” está provocando saltos al vacío.


@martinellito

dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

Hace décadas se crearon los primeros fideicomisos para que los recursos de los gobiernos no fueran distraídos en usos diferentes a los que el propio instrumento autorizaba. La idea era frenar la corrupción que la discrecionalidad en el gasto de los gobiernos municipales, estatales y federal, había permitido hasta entonces. Poco duró el gusto, ya a finales del siglo pasado se conocieron los primeros problemas en la operación de los fideicomisos que, a diferencia del gasto discrecional de las arcas públicas, permitían la detección de las fallas asociadas a problemas administrativos y también a corrupción.

Los esquemas de corrupción asociados a la operación de algunos fideicomisos, tenían que ver con una colección de conductas punibles (suplantación de personas, uso de documentación apócrifa, sobreprecios en la adquisición de materiales, bienes y servicios entre otras prácticas que servían a delincuentes metidos a servidores públicos o viceversa, para hacerse pequeñas fortunas sin importar los aseguramientos que ofrecía el instrumento financiero).

El problema de la corrupción, está demostrado, no se asocia a un determinado instrumento, sino a la habilidad de algunos para saltar las reglas y la norma moral elemental haciéndose de lo que no es suyo. Más grave, el estímulo para esas conductas no parece estar en la dificultad o sencillez con que puedan distraerse o de plano robarse los recursos públicos, sino con la altísima impunidad asociada a los delitos y la colección de señales de tolerancia a la corrupción que los gobiernos en todos sus niveles y modalidades dan fuera del discurso. Porque inflamados ataques lingüísticos contra la inmoralidad en el servicio público pueden escucharse todos los días, desde el púlpito de las mañaneras hasta las más recónditas tribunas de municipios lejanos, pero acciones reales de castigo a la corrupción se han visto poquísimas.

El problema parece ser que, igual en los fideicomisos que en cualquier otro mecanismo de control del gasto público, la honestidad y el castigo a la corrupción dependen de la voluntad de los funcionarios, y ahí es donde todo comienza a desdibujarse. La lucha contra la corrupción en la mayoría de los gobiernos se parece más a una persecución de rivales políticos que a un verdadero compromiso con la honestidad, transparencia, y especialmente, cuidado de los recursos escasos.

El problema con desaparecer los fideicomisos es que se devuelve al gobierno federal una facultad discrecional para usar los recursos que no erradica los círculos de corrupción en torno al gasto público y en cambio aletarga la dotación de recursos a proyectos cuya importancia para el desarrollo del país es fundamental, aunque a veces no reconocida. Este sacrificio no garantiza de forma alguna que la corrupción vaya a eliminarse y, por el contrario, las facultades discrecionales del Ejecutivo pueden complicar el flujo de los recursos, su transparencia y su uso en los fines para los que tendrían que ser destinados.

El afán revisionista por desaparecer cualquier cosa que sea calificada como “neoliberal” está provocando saltos al vacío.


@martinellito

dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx