Las dos víctimas más terribles del discurso negativo de las campañas son nuestras capacidades para festejar y para soñar. Los primeros secuestros de la estrategia de campaña de la izquierda radical en México fueron justamente estas facultades humanas que nos hacen felices a través de construcciones bastante abstractas.
“No hay nada qué festejar”, nos enseñaron a decir los extremistas haciéndonos sentir culpables de la alegría que nos provocan cosas sumamente simples, como las madres, las mujeres, los padres, la libertad de expresión, la inteligencia, la independencia, la revolución, esos motivos que nos apropiamos para sentir orgullo por algo en nuestras bastante normales vidas. Nada qué festejar es esa categoría de pensamiento para restringir la celebración de los logros deportivos, que a final de cuentas no son nuestros, pero nos sirven como ejemplos heroicos. Es esa limitación impuesta por argumentos generadores de culpas ajenas “no hay nada qué festejar porque hay miles de desaparecidos en México”, pero pues uno no desapareció a nadie y si bien puede ser solidario, también vale alegrarse por otras cosas que poco tienen qué ver con eso. Nada qué festejar es escupir en el rostro a la mexicanidad que se alegra por todo, que festeja todo y que hace chistes por las cosas más terribles. Pero les funciona porque poco a poco horadaron la actitud de miles para burlarse de la vida, para festejar los mínimos logros, para ser felices.
“Eso no se puede, están mintiendo para ganar votos”, es el otro reclamo que mata la capacidad de soñar, de imaginar que es posible una ciudad, un estado, un país, un mundo diferentes. Los doctos de lo imposible no son intelectuales que midan las consecuencias que una medida tendrá en el futuro, ni son analistas de los efectos colaterales, no son críticos, sino frustrantes amenazadores de proyectos. “El transporte público gratuito es imposible”, advierten por anticipado y no hay argumento que parezca mover esa necedad; a final de cuentas, tendríamos que preguntarnos, ¿cómo se haría? Y ¿cuáles serán sus implicaciones en el futuro cercano y en los sectores asociados? Y luego, con una autoridad que nadie les ha conferido, sentencian que a los campesinos, o a los pobres, o a los indígenas, o a las mujeres, no les hace falta esto (lo que ofrezca el político como proyecto), sino esto otro (lo que ellos proponen que, normalmente sólo sirve para que el sector en cuestión siga igual de jodido y sometido al poder de un estado que resulta benefactor sólo en tiempos electorales). ¿Por qué no creemos que a los campesinos puedan servirles un celular y una tablet? Si ya riegan y fumigan con drones.
Porque uno puede criticar de cortas, limitadas, escasas, las propuestas que los candidatos a cargos de elección popular hacen, y tendría mucha razón; pero tiene que saber reconocer y evaluar las que se presentan. Gran parte de la buena política nos enseña a soñar, a concebir mundos posibles y tratar de alcanzarlos. Renunciar a estos sueños, a que la imaginación llegue al poder, significa claudicar en nuestra búsqueda de un futuro mejor y conformarnos con quienes asumen que la corrupción es el único problema que México tiene, el único estorbo que enfrenta para ser una gran nación.
Nosotros creemos otra cosa, la vida debe celebrarse por sí misma. Tiene que festejarse cada uno de los logros, por mínimos que puedan resultar a otros, porque son parte de la gloria de ser humanos, parte de la riqueza de nuestra especie, y el poder alegrarnos por ellos es una evidencia de separación con las bestias. Y también nos permitimos soñar, porque en esos sueños marcamos las metas para ser mejores cada vez, para construir mejores comunidades que ayuden a salvar al mundo para todos, y también para cada uno.
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