Un componente abrumador en las redes sociales, y en el discurso partidario, es la profunda irracionalidad que lo mueve.
La argumentación política debiera ser norma en quienes debaten cuestiones de gobierno, de seguridad, de economía, pero no es así en el ambiente dominado por los ismos, por el embrutecimiento de derechas e izquierdas acostumbradas al pregón reiterado de falacias para ocultar las ideas que les son ajenas y riesgosas.
La urgencia con que, después de los terribles hechos de Culiacán sobrevino el intercambio de acusaciones, justificaciones y el descarado ánimo autoritario de la censura, evidencia la ineficacia de estos intercambios y el imperativo de recuperar la razón como sustancia indispensable para la discusión.
Peligrosa es la falsa disyuntiva: aplicar la ley o salvar vidas, en tanto se traduce en vivir la barbarie o no vivir; es decir, en la renuncia del Estado a su función elemental, pero mucho más, porque una cosa no va opuesta a la otra, en términos ideales las leyes sirven para protege la vida y mejorar la calidad de la misma y de la coexistencia, alegar lo contrario desde el gobierno es un peligro enorme y falla como un pretexto para apoyar la omisión del Estado en su labor de protección de quienes a él se han sometido voluntariamente. Bajo esa lógica, las decenas de miles de muertes en manos del crimen organizado en el país serían una condición tolerable para mantener una supuesta paz que nadie, en su sano juicio encuentra hoy en las regiones asoladas por la delincuencia.
El gobierno federal cometió una colección de errores graves en Culiacán, si esto debe o no costar a la popularidad o la legitimidad del presidente y su gabinete es un asunto diverso. Pero difícilmente podría considerarse que la claudicación sea vista como victoria o como un elemento que contribuya a la construcción de la Paz que urge a México. La apuesta por el orden institucional sigue siendo la única vía para proteger a los inocentes y no tendría que seguir siendo aplazada.
Otra respuesta a los hechos es la que refiere al pasado como responsable de los hechos, cierto que la actuación omisa de los gobiernos en torno a la lucha contra el crimen ha sido común desde hace mucho tiempo, pero justificar las omisiones presentes con las pasadas resulta un relevo de la responsabilidad que se les confirió a las nuevas autoridades.
La urgencia de un cambio en las estrategias de seguridad federal y locales sigue siendo evidente, pero ello no debe signIficar la tolerancia del mal, del crimen, de la colección de infamias, del castigo a quienes se portan bien. Defender a los ciudadanos debe ser el objetivo fundamental de cualquier estrategia de seguridad, y gran parte de esa protección radica en la detención y castigo a quienes hacen daño a la sociedad. No se trata sólo de aprehender a los delincuentes, pero también se trata de eso.
Creer que la defensa de la civilización es un acto fascista resulta profundamente absurdo aún en un época que ha puesto de moda la ruptura como forma de baratísimo heroísmo. Calificar la crítica al régimen como intentonas golpistas, expresiones oligarcas, o pretender cualquier tipo de descalificación que no vaya directamente a las ideas expresas, resulta una firma de distraer la atención de los hechos que han motivado la crítica. La discusión libre y racional de las políticas gubernamentales y la aplicación de las mismas es un componente fundamental de la democracia, y ha sido una constante en el país las últimas décadas, considerar que puede silenciarse a quienes piensan y opinan es otro error tan lamentable como los que le precedieron.
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