/ domingo 16 de septiembre de 2018

El último “grito” de esta moda…

El último “grito” del régimen que se extingue en la federación y en Morelos, no fue saboteado. No hubo esta vez, como en años anteriores, las invitaciones en redes sociales para no asistir a las ceremonias oficiales, las amenazas a la seguridad pública, la expresión encendida de las frustraciones de grupos dedicados al sabotaje de las alegrías (justificadas o no) de los mexicanos. Hubo seguridad al máximo, es cierto, en las celebraciones de la plaza central de la Ciudad de México y la de Cuernavaca, probablemente un exceso fundado en experiencias anteriores, o en un cálculo exagerado de la crispación de algunos grupos sociales contra los gobiernos que se van.

No se trata de un asunto menor, lo que evidencia la ausencia de esos intentos de boicot al festejo patrio, es que no se trataba del resultado espontáneo del malestar ciudadano, sino de una estrategia bien ordenada que buscaba desaparecer los momentos simbólicos de alegría popular para convertirlos en espacios no de reflexión (como ocurriría en su caso con el ayuno en algunas celebraciones religiosas) sino para la incubación de odios, mayormente irracionales, contra el estado de cosas. La claridad con que esta estrategia fue implementada durante por lo menos los últimos años, el cinismo con el que se elaboró y se puso en marcha, no obstaculizaron su efectividad. Poco ayudó a contrarrestarla que las instituciones fueran incapaces de salir de ese pasmo que mantuvieron en el manejo de los simbólico durante todos estos años. Cada batalla que el Estado mexicano perdió fue mucho más en el terreno de lo abstracto que en la acción instrumental. Cierto que la gobernabilidad no estuvo seriamente comprometida durante los últimos años, pero también es cierto que llegó a parecer que así era.

La importancia de la apariencia, en una era en que lo concreto parece haber perdido su valor, no fue nunca considerada por el Estado, que muy a la antigua confiaba que la realidad sería cómplice, por lo menos parcial, del convencimiento del gran público. No ocurrió así. Lo concreto se fue debilitando y los hechos menores en términos de Estado se convirtieron en vitales para un discurso opositor fundado en el odio y la irracionalidad. Los ataques a las fuerzas del orden por su forma de enfrentar a los criminales convirtieron en buenos a los malos, y a los que eran medio buenos, en terribles. Así, se volvió imposible cualquier discusión.

Lo curioso en este ambiente discursivo, es que la recuperación de la alegría y la esperanza no operan a favor del que será el nuevo régimen. De hecho, resulta altamente probable que el escenario de crispación continúe al referirse a los asuntos públicos. Con el componente adicional de que los ciudadanos podrían empezar a darse cuenta de que el régimen anterior no estaba compuesto por las peores personas del universo. Las figuras unipersonales de los regímenes federal, Enrique Peña Nieto, y estatal, Graco Ramírez, perderán muy pronto su calidad de villanos favoritos y vendrá el tiempo en que los nuevos gobernantes deban hacerse responsables de los resultados de sus gestiones. Perderá la efectividad el decir que las críticas vienen de los adversarios del régimen en tanto los resultados no acompañen ampliamente esos dichos y, francamente, poco ayudará la soberbia que empieza a demostrar la nueva clase política, capaz de avasallar a sus contrarios por múltiples vías, justo como hicieron sus antecesores.

Por lo pronto, lo rescatable del fin de semana es, sin duda, la recuperación de la alegría popular, de la toma de plazas con alegría, la recuperación de ese extraño patriotismo a la mexicana que, salvo por la resaca, hace tanto bien a los mexicanos.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

El último “grito” del régimen que se extingue en la federación y en Morelos, no fue saboteado. No hubo esta vez, como en años anteriores, las invitaciones en redes sociales para no asistir a las ceremonias oficiales, las amenazas a la seguridad pública, la expresión encendida de las frustraciones de grupos dedicados al sabotaje de las alegrías (justificadas o no) de los mexicanos. Hubo seguridad al máximo, es cierto, en las celebraciones de la plaza central de la Ciudad de México y la de Cuernavaca, probablemente un exceso fundado en experiencias anteriores, o en un cálculo exagerado de la crispación de algunos grupos sociales contra los gobiernos que se van.

No se trata de un asunto menor, lo que evidencia la ausencia de esos intentos de boicot al festejo patrio, es que no se trataba del resultado espontáneo del malestar ciudadano, sino de una estrategia bien ordenada que buscaba desaparecer los momentos simbólicos de alegría popular para convertirlos en espacios no de reflexión (como ocurriría en su caso con el ayuno en algunas celebraciones religiosas) sino para la incubación de odios, mayormente irracionales, contra el estado de cosas. La claridad con que esta estrategia fue implementada durante por lo menos los últimos años, el cinismo con el que se elaboró y se puso en marcha, no obstaculizaron su efectividad. Poco ayudó a contrarrestarla que las instituciones fueran incapaces de salir de ese pasmo que mantuvieron en el manejo de los simbólico durante todos estos años. Cada batalla que el Estado mexicano perdió fue mucho más en el terreno de lo abstracto que en la acción instrumental. Cierto que la gobernabilidad no estuvo seriamente comprometida durante los últimos años, pero también es cierto que llegó a parecer que así era.

La importancia de la apariencia, en una era en que lo concreto parece haber perdido su valor, no fue nunca considerada por el Estado, que muy a la antigua confiaba que la realidad sería cómplice, por lo menos parcial, del convencimiento del gran público. No ocurrió así. Lo concreto se fue debilitando y los hechos menores en términos de Estado se convirtieron en vitales para un discurso opositor fundado en el odio y la irracionalidad. Los ataques a las fuerzas del orden por su forma de enfrentar a los criminales convirtieron en buenos a los malos, y a los que eran medio buenos, en terribles. Así, se volvió imposible cualquier discusión.

Lo curioso en este ambiente discursivo, es que la recuperación de la alegría y la esperanza no operan a favor del que será el nuevo régimen. De hecho, resulta altamente probable que el escenario de crispación continúe al referirse a los asuntos públicos. Con el componente adicional de que los ciudadanos podrían empezar a darse cuenta de que el régimen anterior no estaba compuesto por las peores personas del universo. Las figuras unipersonales de los regímenes federal, Enrique Peña Nieto, y estatal, Graco Ramírez, perderán muy pronto su calidad de villanos favoritos y vendrá el tiempo en que los nuevos gobernantes deban hacerse responsables de los resultados de sus gestiones. Perderá la efectividad el decir que las críticas vienen de los adversarios del régimen en tanto los resultados no acompañen ampliamente esos dichos y, francamente, poco ayudará la soberbia que empieza a demostrar la nueva clase política, capaz de avasallar a sus contrarios por múltiples vías, justo como hicieron sus antecesores.

Por lo pronto, lo rescatable del fin de semana es, sin duda, la recuperación de la alegría popular, de la toma de plazas con alegría, la recuperación de ese extraño patriotismo a la mexicana que, salvo por la resaca, hace tanto bien a los mexicanos.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

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