/ lunes 25 de mayo de 2020

El modelo electoral (A partir de 1980)

La reducción del papel del Estado en la regulación de la vida cotidiana de los ciudadanos asociada con el predominio de la ideología de ajuste estructural a partir de los años '80 es un fenómeno ampliamente conocido. Pero aquí nos interesa señalar su impacto sobre el sistema político. El modelo partidario burocrático de masas se había desarrollado, en gran parte, respondiendo al Estado Keynesiano de Bienestar; la transformación de éste debía, por tanto, corresponderse con cambios en aquel modelo. En un contexto social menos estado-céntrico, las organizaciones partidarias se volverían más limitadas y, en cierto sentido, menos representativas.

Si la transformación del estado es una de las causas de esta mutación en las formas de la representación política, a ella debemos sumar, al menos, dos fenómenos que operan en el mismo sentido: la creciente diferenciación social y el impacto político de los medios masivos de comunicación. Las sociedades actuales, llamadas posindustriales, parecen estar, en cierto sentido, mucho más desestructuradas de lo que aparecían décadas atrás. En líneas generales, los intereses sociales se reformulan en una clave cada vez más individualizada, perdiendo relevancia los grandes grupos colectivos típicos de la sociedad industrial como las clases sociales y dando lugar al surgimiento de identidades colectivas flexibles que expresan relaciones más voluntarias que orgánicas y que, por tanto, son más variables. Las unidades homogéneas que constituyen una sociedad heterogénea son cada vez más reducidas, más contrastantes y más difíciles de ordenar según patrones valorativos o ideológicos.

Este fenómeno afecta a los partidos políticos y refuerza lo anteriormente expuesto: cada día les es más difícil implantar políticas que se dirijan a un grupo social en especial, ya sea en la forma de propuestas electorales o de decisiones de gobierno. Esto se debe a que el orden social se ha fracturado y, en este contexto, representar lo social parece imposible en tanto no hay forma de establecer relaciones homológicas en ese juego fracturado, cambiante, heterogéneo y complejo en el que se ha convertido la sociedad. Esta situación hace estallar por los aires la ilusión moderna de la representación política del mundo y provoca que la creencia ilustrada en la capacidad articuladora de la política se debilite.

En el mismo sentido, impacta la creciente influencia de los medios masivos de comunicación. Éstos reemplazan el lugar tradicional de la política (la calle, la plaza, lo público) llevándola a las casas de los ciudadanos, aquella esfera de lo individual e íntimo. Este fenómeno fue caracterizado por el politólogo, Giovanni Sartori, como “video política” en tanto el poder del video se transformó en el centro de los procesos de la política contemporánea por su capacidad de orientar la opinión.

En síntesis, un creciente electorado independiente o flotante, con menos determinaciones estructurales para el sufragio, la mayor importancia de las coyunturas políticas específicas y la personalización de las campañas electorales, parecen ser las consecuencias políticas más claras de la reducción del papel del estado, del impacto de los medios masivos de comunicación y de la mayor heterogeneidad social.

En este contexto se consolida un nuevo modelo de partido: el profesional electoral. Este tipo de partido se caracteriza por una reducción de su expresión ideológica, una flexibilización de sus programas y una estandarización de su imagen. Éstos ya no pueden pretender un nivel de participación capaz de mantener sus viejas estructuras y todos sus esfuerzos consisten en garantizar ese grado mínimo de participación que es el voto. Por último, el partido electoral parece tender a concentrar crecientemente las decisiones en el vértice, con lo cual declinarían las ventajas políticas de la pertenencia al partido y a la militancia en general. Pero, aunque no se redujera el número de los afiliados, lo que se modificaría sería su rol frente a una mayor autonomía de los líderes y a un proceso decisional más ejecutivo y profesionalizado. En consecuencia, este partido, en esencia electoral, impone de manera creciente a los líderes revalidar constantemente sus títulos, no ya como representantes de las creencias de la base sino en tanto receptores de votos y de popularidad en los sondeos.

La lógica de este modelo partidario y el tipo de competencia que impulsa hacen que se multipliquen los reclamos ciudadanos orientados a conocer a los representantes, pudiendo confeccionar una boleta propia sin tener que respetar el orden interno propuesto por los partidos. Ahora bien, esta personalización que se reclama en el voto es la expresión de una nueva forma que toma la relación representativa en el contexto político descrito. Si los partidos no expresan más intereses sociales ni presentan propuestas claras a sus electorados, ¿en qué sentido representan? Esta pregunta ha originado en los últimos años una importante discusión que aún no se ha cerrado, pero en la que podemos encontrar algunos puntos de acuerdo.

Resulta claro que la fuerza del lazo representativo, es decir, la credibilidad de la relación entre representantes y representados, es en este modelo mucho menos densa que antes, no sólo en relación con el modelo de masas sino también con el parlamentario. La actual representación política parece aproximarse a la noción de popularidad, tendiendo a identificar a un dirigente o partido como representativo cuando despierta una imagen positiva en el electorado que se convierte en público o audiencia. Ciertamente los contenidos de esta imagen son en algunos casos los mismos que los de la representación de intereses años atrás: que el accionar del dirigente/partido coincida con el de el/los votantes. Sin embargo, la dificultad de la identificación de los intereses propia de la sociedad actual, conduce a que nuevos contenidos más personales que políticos se complementen con éstos. Así, en la popularidad conviven de manera compleja factores como el conocimiento, la simpatía, el carisma, la prestancia mediática o la sinceridad, los cuales hacen que la adhesión al líder político sea más directa pero menos comprometida en tanto no requiere participación ni estar identificado con un determinado programa o tradición (Cheresky 2006).

En este contexto surge lo que se ha denominado una democracia de audiencias (Manin 1998) en la que los electorados se comportan como públicos cuya fidelidad los partidos deben construir en el día a día con su accionar. Los públicos de las democracias avanzadas deben así ser seducidos permanentemente y para ello los partidos deben ofrecerles de manera creíble incentivos colectivos que contengan alguna promesa de futuro, algún ideal de sociedad. De no lograrlo, de transformarse en meras agencias electorales capaces de adoptar cualquier programa, de ofrecer paquetes contradictorios de incentivos, el lazo representativo se hace tan poco sólido que se vuelve irrelevante y nadie podrá racionalmente sentirse por ellos representado.

Es este el núcleo de la llamada crisis de la representación política, tan analizada en la década de los '90: sociedades que son difícilmente representables y organizaciones partidarias incapaces de hacerlo completamente y que generan en los electorados apatía y distanciamiento de la política. A su vez, si a lo anterior le agregamos que las dificultades en la enunciación de incentivos colectivos vuelven más “visibles” los selectivos y que, precisamente, la lógica mediática se encarga de mostrarlos hasta el cansancio, entonces el distanciamiento de la política se torna evidente. Sin embargo, pese a esta fuerte crisis de la representación que caracterizó a la política desde los años '80, se puede observar en los últimos años una incipiente tendencia de recuperación en la creciente legitimidad que han obtenido algunos gobernantes que conducen un proceso de revalorización del rol del estado.

Para México, es evidente que ante el liderazgo que en el rubro de comunicación política ejerce el presidente, López Obrador, el reto de las oposiciones es comunicar su mensaje a los diversos públicos de un modo llano y, sin descuidar su estrategia, inteligencia y discurso para ser competitivos.

FB: Daniel Adame Osorio.

Instagram: @danieladameosorio

Twitter: @Danieldao1

La reducción del papel del Estado en la regulación de la vida cotidiana de los ciudadanos asociada con el predominio de la ideología de ajuste estructural a partir de los años '80 es un fenómeno ampliamente conocido. Pero aquí nos interesa señalar su impacto sobre el sistema político. El modelo partidario burocrático de masas se había desarrollado, en gran parte, respondiendo al Estado Keynesiano de Bienestar; la transformación de éste debía, por tanto, corresponderse con cambios en aquel modelo. En un contexto social menos estado-céntrico, las organizaciones partidarias se volverían más limitadas y, en cierto sentido, menos representativas.

Si la transformación del estado es una de las causas de esta mutación en las formas de la representación política, a ella debemos sumar, al menos, dos fenómenos que operan en el mismo sentido: la creciente diferenciación social y el impacto político de los medios masivos de comunicación. Las sociedades actuales, llamadas posindustriales, parecen estar, en cierto sentido, mucho más desestructuradas de lo que aparecían décadas atrás. En líneas generales, los intereses sociales se reformulan en una clave cada vez más individualizada, perdiendo relevancia los grandes grupos colectivos típicos de la sociedad industrial como las clases sociales y dando lugar al surgimiento de identidades colectivas flexibles que expresan relaciones más voluntarias que orgánicas y que, por tanto, son más variables. Las unidades homogéneas que constituyen una sociedad heterogénea son cada vez más reducidas, más contrastantes y más difíciles de ordenar según patrones valorativos o ideológicos.

Este fenómeno afecta a los partidos políticos y refuerza lo anteriormente expuesto: cada día les es más difícil implantar políticas que se dirijan a un grupo social en especial, ya sea en la forma de propuestas electorales o de decisiones de gobierno. Esto se debe a que el orden social se ha fracturado y, en este contexto, representar lo social parece imposible en tanto no hay forma de establecer relaciones homológicas en ese juego fracturado, cambiante, heterogéneo y complejo en el que se ha convertido la sociedad. Esta situación hace estallar por los aires la ilusión moderna de la representación política del mundo y provoca que la creencia ilustrada en la capacidad articuladora de la política se debilite.

En el mismo sentido, impacta la creciente influencia de los medios masivos de comunicación. Éstos reemplazan el lugar tradicional de la política (la calle, la plaza, lo público) llevándola a las casas de los ciudadanos, aquella esfera de lo individual e íntimo. Este fenómeno fue caracterizado por el politólogo, Giovanni Sartori, como “video política” en tanto el poder del video se transformó en el centro de los procesos de la política contemporánea por su capacidad de orientar la opinión.

En síntesis, un creciente electorado independiente o flotante, con menos determinaciones estructurales para el sufragio, la mayor importancia de las coyunturas políticas específicas y la personalización de las campañas electorales, parecen ser las consecuencias políticas más claras de la reducción del papel del estado, del impacto de los medios masivos de comunicación y de la mayor heterogeneidad social.

En este contexto se consolida un nuevo modelo de partido: el profesional electoral. Este tipo de partido se caracteriza por una reducción de su expresión ideológica, una flexibilización de sus programas y una estandarización de su imagen. Éstos ya no pueden pretender un nivel de participación capaz de mantener sus viejas estructuras y todos sus esfuerzos consisten en garantizar ese grado mínimo de participación que es el voto. Por último, el partido electoral parece tender a concentrar crecientemente las decisiones en el vértice, con lo cual declinarían las ventajas políticas de la pertenencia al partido y a la militancia en general. Pero, aunque no se redujera el número de los afiliados, lo que se modificaría sería su rol frente a una mayor autonomía de los líderes y a un proceso decisional más ejecutivo y profesionalizado. En consecuencia, este partido, en esencia electoral, impone de manera creciente a los líderes revalidar constantemente sus títulos, no ya como representantes de las creencias de la base sino en tanto receptores de votos y de popularidad en los sondeos.

La lógica de este modelo partidario y el tipo de competencia que impulsa hacen que se multipliquen los reclamos ciudadanos orientados a conocer a los representantes, pudiendo confeccionar una boleta propia sin tener que respetar el orden interno propuesto por los partidos. Ahora bien, esta personalización que se reclama en el voto es la expresión de una nueva forma que toma la relación representativa en el contexto político descrito. Si los partidos no expresan más intereses sociales ni presentan propuestas claras a sus electorados, ¿en qué sentido representan? Esta pregunta ha originado en los últimos años una importante discusión que aún no se ha cerrado, pero en la que podemos encontrar algunos puntos de acuerdo.

Resulta claro que la fuerza del lazo representativo, es decir, la credibilidad de la relación entre representantes y representados, es en este modelo mucho menos densa que antes, no sólo en relación con el modelo de masas sino también con el parlamentario. La actual representación política parece aproximarse a la noción de popularidad, tendiendo a identificar a un dirigente o partido como representativo cuando despierta una imagen positiva en el electorado que se convierte en público o audiencia. Ciertamente los contenidos de esta imagen son en algunos casos los mismos que los de la representación de intereses años atrás: que el accionar del dirigente/partido coincida con el de el/los votantes. Sin embargo, la dificultad de la identificación de los intereses propia de la sociedad actual, conduce a que nuevos contenidos más personales que políticos se complementen con éstos. Así, en la popularidad conviven de manera compleja factores como el conocimiento, la simpatía, el carisma, la prestancia mediática o la sinceridad, los cuales hacen que la adhesión al líder político sea más directa pero menos comprometida en tanto no requiere participación ni estar identificado con un determinado programa o tradición (Cheresky 2006).

En este contexto surge lo que se ha denominado una democracia de audiencias (Manin 1998) en la que los electorados se comportan como públicos cuya fidelidad los partidos deben construir en el día a día con su accionar. Los públicos de las democracias avanzadas deben así ser seducidos permanentemente y para ello los partidos deben ofrecerles de manera creíble incentivos colectivos que contengan alguna promesa de futuro, algún ideal de sociedad. De no lograrlo, de transformarse en meras agencias electorales capaces de adoptar cualquier programa, de ofrecer paquetes contradictorios de incentivos, el lazo representativo se hace tan poco sólido que se vuelve irrelevante y nadie podrá racionalmente sentirse por ellos representado.

Es este el núcleo de la llamada crisis de la representación política, tan analizada en la década de los '90: sociedades que son difícilmente representables y organizaciones partidarias incapaces de hacerlo completamente y que generan en los electorados apatía y distanciamiento de la política. A su vez, si a lo anterior le agregamos que las dificultades en la enunciación de incentivos colectivos vuelven más “visibles” los selectivos y que, precisamente, la lógica mediática se encarga de mostrarlos hasta el cansancio, entonces el distanciamiento de la política se torna evidente. Sin embargo, pese a esta fuerte crisis de la representación que caracterizó a la política desde los años '80, se puede observar en los últimos años una incipiente tendencia de recuperación en la creciente legitimidad que han obtenido algunos gobernantes que conducen un proceso de revalorización del rol del estado.

Para México, es evidente que ante el liderazgo que en el rubro de comunicación política ejerce el presidente, López Obrador, el reto de las oposiciones es comunicar su mensaje a los diversos públicos de un modo llano y, sin descuidar su estrategia, inteligencia y discurso para ser competitivos.

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