Hablar de corrupción en Morelos parece tristemente rutinario. Los pagos por acciones u omisiones ilegales por parte de las autoridades han sido comunes desde hace mucho tiempo y, como en casi todo México, representan un costo importante para la sociedad que las padece, las tolera y, desde algunos sectores, hasta las fomenta.
Ampliamente se han difundido estudios que evidencian a la corrupción como un problema estructural que se ha arraigado en la cultura de muchos mexicanos. Los esquemas jurídicos y las propias instituciones favorecen las malas prácticas ciudadanas y de gobierno y complican demasiado la actuación correcta de la sociedad. Incluso en gobiernos donde se ha intentado transparentar la acción pública y agilizar los trámites que los ciudadanos deben hacer, se mantiene la tendencia de actuaciones discrecionales o de plano fuera de la ley.
Pareciera que al tiempo de diseñar estrategias para garantizar la transparencia, la rendición de cuentas, y otras formas de evitar el uso indebido del ejercicio público, se trazaran por lo bajo las formas para torcer o evitar cumplir todas esas normas.
La respuesta no parece estar tampoco en derrumbar las instituciones, porque la suplantación de las mismas se realiza en el mismo esquema corrupto del pasado. La falta debilidad de las instituciones es un aliciente a los malos funcionarios cuyas acciones y omisiones han permitido el crecimiento de la inseguridad en el estado mediante pactos criminales que han existido por décadas, según ha denunciado ya la Fiscalía en una acción mediática que no parece acompañarse de precedentes legales. El funcionario corrupto no necesariamente estaría ligado con los criminales, pero sus acciones y omisiones permiten la aparición de vacíos legales y de autoridad en donde los delincuentes hacen lo suyo. La proliferación, por ejemplo, de establecimientos clandestinos de venta de alcohol, permite que los grupos delincuenciales exijan y cobren una presunta protección (derecho de piso), a quienes actúan tolerados por ayuntamientos omisos; estos cobros se extienden pronto incluso a los locales que cumplen con los requisitos legales para establecerse. Otro caso, la discrecionalidad en la asignación de plazas permite que se formen grupos de control que las comercializan y siempre son susceptibles de caer en manos de criminales liados con los malos funcionarios que cometen esos delitos.
Así, la asociación entre corrupción gubernamental y aumento de la actividad criminal, no parte sólo de las omisiones de una autoridad permisiva, sino también de las acciones ilegales que esa autoridad comete a diario. No estamos seguros de que un gobierno impoluto, lejano a la corrupción, tuviera hoy índices de delincuencia y violencia mucho menores, pero es un hecho que la acción perversa de funcionarios ha permitido el florecimiento de las actividades criminales.
Quienes conocen de cerca al gobernador Cuauhtémoc Blanco aseguran que no es un sujeto corrupto, al contrario, cuentan que le indigna realmente el mal ejercicio del poder público. Pero al momento, esa fobia a la corrupción no parece traducirse en un estado más seguro. Desde el gobierno se atribuye el aumento de la violencia a que no se pacta con grupos criminales y se advierte que tampoco habrá tolerancia a la corrupción. Pero de rediseño institucional no se dice nada, no hay propuestas. Cierto que Cuauhtémoc Blanco propuso una compactación de áreas del Ejecutivo para ahorrar recursos y eficientar procesos, pero no puede llamarse a ese cambio de organigrama un rediseño institucional en tanto no tocó las estructuras que permiten la corrupción; esas permanecen intactas todavía y con la única garantía de que los responsables de las áreas imitarán a Cuauhtémoc Blanco evitando la corrupción.