/ lunes 18 de junio de 2018

Civilidad y polarización…

El ambiente polarizado de la política estatal es tal que los candidatos son incapaces de ponerse de acuerdo incluso en si el clima electoral está o no enrarecido, lo que complica el que se tomen medidas de prevención de la violencia o de construcción de la paz y la reconciliación.


La percepción diversa de los efectos de discursos de campaña; de las prácticas para obtener el voto de los partidarios, o inhibir el de los adversarios; y de las consecuencias que los contenidos y las formas tienen en grandes sectores de la población; hace prácticamente imposible la regulación del discurso. Hay quienes ven al insulto y la diatriba como parte necesaria del discurso de campaña, y consideran la difamación, o la acusación sin evidencias como elemento fundamental de la comunicación dirigida a inhibir las preferencias por los otros. Consideran que estas prácticas, impermisibles en la formación de comunidades, son sencillamente un juego, brusco, pero juego al fin, de la política electoral.


Así que muchos de quienes aseguran que meterán a otros a la cárcel y que sus rivales están coludidos con grupos criminales, creen que esas son prácticas normales y que no producen un efecto en la gente mayor que la inhibición del voto y con ello del desequilibrio de lo que sería la normalidad democrática. Ignoran que, aunque parezca sumamente estúpido atenderlos, mucha gente escucha esos discursos y forma esperanzas o construye miedos alrededor de los mismos. “Tal meterá al otro en la cárcel, hay que votar por él; “tal es amigo de los delincuentes, podría hacer atrocidades el día de la elección, mejor no vayamos a votar”, son dos aseveraciones que se escuchan mucho en las postrimerías de unas campañas que han dejado mucho qué desear a los electores, y en cambio, han construido una serie de expectativas de venganzas personales contra gente de cuyo mal comportamiento no se tiene prueba alguna.


En otro escalón de la misma escalera a la violencia está el asegurar que alguien “se robará la elección”, o que “ya se prepara el enorme fraude”, para lo que involucran hasta al mundial de futbol (si no pueden controlar ni a su gabinete, ya parece que podrán manipular el futbol internacional); y como los mitos no requieren de congruencia, sino de emoción, basta con que tales infundios de pronuncien en un tono airado para que de inmediato se tenga un efecto sobre los votantes.


En el flanco del rejuego exclusivamente político, las aseveraciones se gestan sólo en el terreno de lo verbal; otro caso es el de candidatos que dicen haber sido amenazados y han optado por dos cosas, la más grave, retirarse de la contienda renunciando a sus candidaturas, y la menos terrible, dejar de hacer campaña y esperar que la elección transcurra de la forma más pacífica posible.


Es decir, por una parte tenemos políticos amenazantes, por la otra, candidatos amenazados, y en medio, los que aprovechan la situación para decirse víctimas de todo este escenario; en paralelo, una aparente amenaza real a la seguridad de algunos grupos políticos.


Así que los llamados a la civilidad no están de más aunque en una democracia sana tendrían que ser innecesarios. En efecto, con la novedad de que la democracia mexicana nació enfermita de tantas trampas y candados y absurdos que le impusieron la banda enorme de políticos autoritarios que abundan en todos los partidos y para quienes, el juego sucio, la mentira, la amenaza y hasta la autoflagelación, son parte del concurso. Los llamados a la civilidad tendrían que venir de la sociedad.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

El ambiente polarizado de la política estatal es tal que los candidatos son incapaces de ponerse de acuerdo incluso en si el clima electoral está o no enrarecido, lo que complica el que se tomen medidas de prevención de la violencia o de construcción de la paz y la reconciliación.


La percepción diversa de los efectos de discursos de campaña; de las prácticas para obtener el voto de los partidarios, o inhibir el de los adversarios; y de las consecuencias que los contenidos y las formas tienen en grandes sectores de la población; hace prácticamente imposible la regulación del discurso. Hay quienes ven al insulto y la diatriba como parte necesaria del discurso de campaña, y consideran la difamación, o la acusación sin evidencias como elemento fundamental de la comunicación dirigida a inhibir las preferencias por los otros. Consideran que estas prácticas, impermisibles en la formación de comunidades, son sencillamente un juego, brusco, pero juego al fin, de la política electoral.


Así que muchos de quienes aseguran que meterán a otros a la cárcel y que sus rivales están coludidos con grupos criminales, creen que esas son prácticas normales y que no producen un efecto en la gente mayor que la inhibición del voto y con ello del desequilibrio de lo que sería la normalidad democrática. Ignoran que, aunque parezca sumamente estúpido atenderlos, mucha gente escucha esos discursos y forma esperanzas o construye miedos alrededor de los mismos. “Tal meterá al otro en la cárcel, hay que votar por él; “tal es amigo de los delincuentes, podría hacer atrocidades el día de la elección, mejor no vayamos a votar”, son dos aseveraciones que se escuchan mucho en las postrimerías de unas campañas que han dejado mucho qué desear a los electores, y en cambio, han construido una serie de expectativas de venganzas personales contra gente de cuyo mal comportamiento no se tiene prueba alguna.


En otro escalón de la misma escalera a la violencia está el asegurar que alguien “se robará la elección”, o que “ya se prepara el enorme fraude”, para lo que involucran hasta al mundial de futbol (si no pueden controlar ni a su gabinete, ya parece que podrán manipular el futbol internacional); y como los mitos no requieren de congruencia, sino de emoción, basta con que tales infundios de pronuncien en un tono airado para que de inmediato se tenga un efecto sobre los votantes.


En el flanco del rejuego exclusivamente político, las aseveraciones se gestan sólo en el terreno de lo verbal; otro caso es el de candidatos que dicen haber sido amenazados y han optado por dos cosas, la más grave, retirarse de la contienda renunciando a sus candidaturas, y la menos terrible, dejar de hacer campaña y esperar que la elección transcurra de la forma más pacífica posible.


Es decir, por una parte tenemos políticos amenazantes, por la otra, candidatos amenazados, y en medio, los que aprovechan la situación para decirse víctimas de todo este escenario; en paralelo, una aparente amenaza real a la seguridad de algunos grupos políticos.


Así que los llamados a la civilidad no están de más aunque en una democracia sana tendrían que ser innecesarios. En efecto, con la novedad de que la democracia mexicana nació enfermita de tantas trampas y candados y absurdos que le impusieron la banda enorme de políticos autoritarios que abundan en todos los partidos y para quienes, el juego sucio, la mentira, la amenaza y hasta la autoflagelación, son parte del concurso. Los llamados a la civilidad tendrían que venir de la sociedad.


Twitter: @martinellito

Correo electrónico: dmartinez@elsoldecuernavaca.com.mx

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