Entre borrón y cuenta nueva, por un lado; por otro, la ausencia total de coercibilidad, México, nuestro país, vive una de las peores crisis de estabilidad y violencia.
La amnistía que se pregona como anticipo de una armonía que bien sabemos no ocurrirá como por ensalmo, es forma para eludir el castigo y dar libre paso a la anarquía, a la criminalidad y al caos.
Mal está el referirse a la amnistía como si se conociese ya al enemigo con quien pactar la tregua y aun con el fin de poner término a los enfrentamientos y a la venganza.
En la etapa actual en que se escenifica, día a día, la muerte sin fin, el principio supremo del Estado de Derecho, la imputación, brilla por su nulidad e ineficacia.
Así las cosas, la nación en su conjunto padece el espectáculo del crimen cotidiano puesto en escena por los cárteles en disputa. Más todavía, los ciudadanos sufren del atropello armado y son víctimas indefensas en una batalla no declarada, en medio de la cual la muerte, el saqueo y los latrocinios ocurren las veinticuatro horas, en el día y en la noche.
La impunidad ha quedado, así, suplantada y la prevalencia entre grupos criminales es un verdadero monumento al libertinaje y al estado primitivista del monstruo vengativo y feroz.
Fueron los sofistas, entre ellos significativamente Protágoras, quienes al referirse al Estado justo y a la inviolabilidad del Derecho señalaron el sentido y el valor del castigo, liberándolo del lastre del odio y el rencor, por una parte; por otra, mostrando su carácter de ejemplaridad y con la mira puesta como referencia de lo que no habría que repetir en una sociedad organizada, pacífica y libre.
Si es A debe ser B, es decir, si es el delito debe ser la consecuencia. La imputación lleva la marca de aquella lejana enseñanza hoy al parecer olvidada y enajenada en manos de anarquistas y mercaderes de la justicia.
En un Estado de Derecho el castigo tiene el carácter de regulador para la convivencia en paz y armonía. Mientras que en un Estado anárquico en cuyo seno se gesta y prepondera la impunidad, la convivencia deriva en un estar todos contra todos. Y es ahí en donde prospera la idea de que el más fuerte es aquel que goza de fuero para delinquir, contar con arsenales de armas prohibidas y recursos financieros para corromper a jueces y tribunales.
De ese modo, cuando prolifera la impunidad y el castigo cesa de tener sentido pedagógico de ejemplaridad, cunde entonces la criminalidad y la violencia se apodera de instituciones hasta antes intocables e inviolables.
Es cuando entran y salen como hoy y como si fueran propiedad de ellos, los delincuentes, las cárceles y los presidios.
Pero todo indica que estamos a tiempo de corregir y enmendar lo maltrecho en el ejercicio del derecho punitivo. Y de evitar que se confunda la tolerancia con la impunidad, la amnistía con el dejar hacer, dejar pasar, que empuja a la debacle y coloca las bases a favor de las contiendas entre ciudadanos pacíficos y respetuosos de las leyes.
Se dice fácil que aquí impera el Estado de Derecho. La amenaza de una amnistía general, lo contradice.
Los preanuncios de un perdón colectivo, de borrón y cuenta nueva, no dejan de ser nociva y corrosiva amenaza.
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